El nacionalismo argentino tiene nombre. Se llama exitismo. La papafilia emergente lo prueba, en primer lugar, en los diarios de Buenos Aires que se han convertido en versiones en español de L’Osservatore Romano dedicadas a revestir de mitología la legendaria austeridad del ahora Francisco. Como si no se pudiera salir del circuito cerrado de sentido que impone el nuevo nombre, sólo se reportan anécdotas “franciscanas”. Muchas de ellas insisten en la idea del Papa como –casi exclusivamente– un usuario del transporte público. ¿Será que, como ya sabemos, viajar en la Argentina es un vía crucis?
El resultado es la canonización de hecho, quizás demasiado precoz para un debutante en el trono de un poder religioso que custodia montañas de dinero en negro, administra el pool de bienes raíces más grande del mundo, oculta los delitos sexuales de sus ministros y trata de impedir, mediante el lobby de tiempo completo que enciende de codicia su estructura ubicua, cualquier reforma del poder civil que no responda íntegramente a sus principios.
Jorge Bergoglio no es el Abate Pierre sino el nuevo jefe de ese sistema sólido e intocable, una monarquía absoluta de dos mil años de oscurantismo, más de mil millones de fieles y cinco millones de miembros orgánicos, de los cuales sólo doscientos tienen voto.
El Estado vaticanista es una genialidad pensada por una mente de vanguardia. No presta servicios de ABL, no se involucra en el dilema keynesiano de invertir en una autopista, una represa o un plan de viviendas; no mantiene hospitales ni escuelas con recursos propios; y, sin embargo, recauda, recauda, recauda. A cambio de esa comodidad, nos da un “discurso”.
El Vaticano es lo que dice y lo que hace. Pero esa tensión se inclina siempre para el lado del hacer. En el abismo que hay entre lo que han dicho los papas y lo que hizo el Banco Ambrosiano (y lo que ahora hace el IOR) aparece nítida la identidad del poder católico. Bergoglio ya no es Bergoglio: es el Vaticano. El cambio de identidad tiene el aspecto de un lavado de cerebro y sugiere una experiencia aterradora: no hay pasado personal. Es un espectáculo impresionante de ascenso del que ni el propio Bergoglio debe estar dando suficiente crédito. Entre nosotros, algo similar le pasó a Roberto Sánchez en 1960 cuando, luego de cantar en el Recreo Andrés de Banfield, dijo: “Vocavor Sandro”.
El perfil de modestia que Bergoglio intentó imponer desde el vamos, un poco contra el reloj Cartier y los anteojos Serengeti de Ratzinger, está muy bien elegido. Le dará réditos de santidad a su imagen, mientras por abajo la institución no cambiará en nada. A los progresistas que, como siempre, se esperanzan en lo imposible: no insistan con reformas desubicadas. Bergoglio está en el Vaticano, que no es justamente el PC de Roma ni los campos del Love Parade.
De una tradición inamovible sólo queda esperar “gestos”. El primero, una buena parada de carro, fue para los argentinos que reventaron las agencias de viajes y ven en el turismo religioso –la fotito en la plaza San Pedro– la única posibilidad de experimentar paz interior. Nacionalismo, exitismo, consumismo: difícil encontrar un paquete de reacciones sociales más desagradable. A ese cholulismo sacro, Bergoglio les pidió menos jet lag y más donaciones.
*Escritor.