Más que otra crónica autorreferencial, éste es un auténtico pedido de auxilio. Para un centenar de periodistas de distintos países, es decididamente incierto saber si la noche del sábado nos encontrará definitivamente pernoctando al pie del estadio de natación usado para los Juegos Olímpicos de 1980. Es que esta Rusia que ayer parió el decimocuarto campeonato mundial de atletismo ya no es la de los tiempos de la Unión Soviética... aunque no vayan a creer.
No se trata sólo de que la única leyenda pública que no está escrita sólo en cirílico es un bar a orillas del río Moscú llamado Maradona, sino de ciertos asuntos que el viejo sistema se niega a abandonar. A veces, con cierto encanto. Otras, con la sensación de que en quince días volvemos a levantar el Muro de Berlín.
Sólo así puede entenderse que tanta gente haya quedado rehén de la visita que Vladimir Putin hizo a la jornada inaugural del torneo: no sólo la demorada salida del estadio del premier ruso hizo retener a espectadores, fotógrafos, voluntarios y hasta a la bicampeona olímpica Svetlana Masterkova –la muchachada de la seguridad partió en dos el largo acceso al complejo donde está el Estadio Luzhniki y para cruzar había que cruzar el río–, sino que impidió, durante un par de horas, que entrara en el predio alguno de los micros que debían transportar a los cronistas a sus hoteles. En eso andábamos varios, a la medianoche del sábado, en la capital rusa.
Es que es tan apasionante el torneo en sí, que uno no termina de convencerse de que la versatilidad intelectual de quienes organizan estas competencias puede ser de la densidad de la de una ameba.
El Palacio Luzhniki es probablemente la más elocuente muestra arquitectónica del formidable poderío deportivo soviético que desembarcó olímpicamente en Helsinki 1952 para llevarse todo puesto. Especialmente a buena parte del equipo norteamericano, lo que en tiempos de la Guerra Fría mereció una flor de celebración: el desarrollo de un centro deportivo cuya gema se inauguró en 1956. Fue el gran teatro de Lev Yashin y atestiguó el debut rockero argentino con La Torre de Patricia Sosa y Mediavilla en 1986. Soportó más de sesenta muertos por amontonamiento en el final de un partido de copas europeas en 1982 y mutó para convertirse en estadio cinco estrellas de la UEFA cuando la final de la Champions de 2008. Una maravilla acorde con la magia de Mo Farah, el somalí que le dio la primera dorada a Gran Bretaña en los 10 mil metros del Día 1. O con la emoción de la italiana Straneo, segunda en la maratón apenas siete años después de que le extirparan el bazo y con dos hijos de 6 y 7 años que la vigilaban desde casa. Acorde con la emoción inconmensurable que produjo el pase a la final de lanzamiento del disco de Rocío Comba, la chica de Río Tercero que ratificó una vez más que, para el atletismo, la Argentina es tierra de lanzadores. Hermosa noticia en días en que este deporte sufre a escondidas por renuncias de responsables de delegaciones juveniles, cuyos motivos nadie parece animarse a blanquear. Ojalá nuestros dirigentes y sus adláteres algún día entiendan que, mientras la oficialidad deja preguntas sin responder y versiones sin aclarar, ese casillero siempre puede llenarlo un periodista molesto.
El Luzhniki, en fin, un escenario maravillosamente acorde con la genialidad de Usain Bolt, que debutó ayer en un torneo que necesita verlo ganar. Hoy sabremos si es capaz de recuperar la corona de los cien metros que él mismo se robó en Daegu 2011.
Por todo eso es que uno se confía y, a la vez, se engaña. Entonces, es capaz de convertirse en cartógrafo para cruzar Moscú desde un hotel oficial para prensa cuya ubicación es equivalente a dormir en Bernal para cubrir un torneo en el Centro Asturiano. O disfrazarse de marchista de nivel panamericano para llegar desde la estación de metro más cercana hasta la oficina de acreditaciones y, luego, completar los diez kilómetros con otro trotecito hasta el puesto de transmisión del estadio.
Cuando Lamine Diack agradeció a la prensa por la difusión del torneo durante su tedioso discurso en la ceremonia inaugural, sólo le faltó mirar a su derecha y sacarnos la lengua.
No hizo falta. De eso se encargó el rubio responsable del transporte de los periodistas acreditados cuando, después de una hora y media de espera, explicó que la mejor forma de llegar a casa sería tomar el subte, a veinte cuadras vista.
De tal modo, estas líneas han dejado automáticamente de ser un eventual pedido de auxilio para convertirse en una feroz y desesperada proclama capitalista.
Hacía rato que había pasado la medianoche del sábado y habrá que volver al lugar del crimen ocho horas más tarde.
Moscú dejó de tener el mínimo encanto, y las ganas de insultar a Putin y sus chicos sólo fue reprimida por el temor a que, también por eso, nos acusaran de violar la veda electoral.