La idea de encontrar soluciones fáciles a problemas complejos es siempre tentadora. Sobre todo cuando esas soluciones son medios para otros fines, y cuando tienden a seducir antes que a resolver. La insistencia en bajar la edad de penalización del crimen es una peligrosa herramienta de marketing político, más riesgosa aún en una sociedad anémica en cuanto a pensamiento crítico. ¿Hasta dónde se bajará esa edad cuando los criminales adultos empiecen a reclutar soldaditos menores de 14 años y, por lo tanto, inmunes a la nueva edad delictual? ¿Hasta los 10, luego hasta los 8, y así hasta llegar a los bebés?
El problema no es la edad de los delincuentes. Tampoco lo es la idea reduccionista de que la situación social resulta la madre del delito. Esta es otra explicación fácil (además de populista y funcional al pensamiento políticamente correcto y estéril) para un tema complejo. Ya se ha dicho que, si fuera así, todos los pobres robarían, cosa muy alejada de la realidad. Además, niños ricos, o hijos de famosos o de diplomáticos, ya no lloran, como en el pasado menemista, ahora delinquen. Aunque el sector social del que se provienen tiene un punto de influencia, por supuesto; a veces lleva a la desesperación, otras a la confianza en la impunidad.
Y hablando de desesperación, es muy difícil vivir sin esperanzas. Al menos sin la esperanza entendida según la plantea el ensayista inglés Terry Eagleton, no como optimismo patológico, sino como la disposición a salir de la oscuridad a fuerza de argumentos, de razones y de acciones. Muchas de las esperanzas orientadoras de nuestra trayectoria existencial se construyen en edades tempranas, a partir de experiencias vividas, de valores aprendidos por vía del ejemplo, por haber crecido en una atmósfera inspiradora, por la presencia de guías capaces de mostrar que la vida no es única y necesariamente una guerra que exige ganadores impiadosos, sino también una posibilidad de construcción y realización.
Si en esas edades nada de esto último está presente en las vivencias modeladoras de la identidad, la noción de futuro desaparece. Se trata de sobrevivir como sea, no solo física y materialmente, sino también psíquica y mentalmente, en un presente puro y duro. En su lúcido ensayo ¿Qué pasó con la confianza en el futuro?, el antropólogo francés Marc Augé señala que hoy ese “presentismo” feroz “paraliza los esfuerzos por pensar el presente como historia”, y torna obsoletas tanto las lecciones del pasado como el deseo de imaginar el porvenir. Esta es la clave del asunto. Se diseñan políticas represivas más duras, como la de bajar la edad de penalización, pero no se ofrecen razones para la esperanza, para creer en el futuro, para pensar que hay una vida posible más allá del presente oscuro y hegemónico. Esa oscuridad no solo está en la pobreza estructural. También en la riqueza sin otro propósito que la riqueza misma, en el vacío de una vida fácil, protegida, y sin brújula moral. El delito se cuece en ambas ollas.
Una cosa es proponer razones tangibles, fundamentadas y motivadoras para la esperanza, y otra es repetir discursos oportunistas, emocionalmente manipuladores e inconsistentes, basados en un optimismo bobo, según el cual todo será mejor porque sí. Como estos discursos tardan poco en disolverse en el aire como pompas de jabón, terminan por producir desaliento y desesperanza. Si lo hacen con adultos supuestamente curtidos y con recursos para discernir, imaginemos cuánto más desoladores son para quienes, a pocos metros de la línea de largada de su vida, ya sienten que no habrá oportunidad ni razones para esforzarse en alcanzar la línea de llegada. Y por lo tanto, piensan que la vida se consume en el breve instante del presente. La propia o la de otros, da igual, porque la idea es que ninguna vida vale.
Las soluciones fáciles evaden estas cuestiones, pero no las eliminan. Y al postergarlas, las empeoran. Por perversión política e ideológica o por la ignorancia estructural de sus responsables, los gobiernos pasan, la desesperanza queda y las soluciones fáciles no solucionan nada.
*Escritor y periodista.