Julio Cobos, y quienes ven en él una alternativa o una posibilidad, deben haber creído que fue elegido como compañero de fórmula de Cristina Kirchner en las elecciones presidenciales de octubre de 2008 porque el peronismo había resuelto “concertar”. Pero, ¿imaginó en serio que su condición de vicepresidente lo ponía, como sucedió con Chacho Alvarez en 1999, en el papel de protagonista equiparable a un primer mandatario?
Incluso en un régimen presidencialista exacerbado hay equilibrios y convergencias que son inexorables. En la Argentina, por ejemplo, un pelotón de funcionarios municipales y provinciales, tras llegar a sus cargos como expresión del radicalismo, tuvo una epifanía kirch-nerista y pareció concebir que esa “concertación” iba en serio, experimento contra natura, fantasioso.
Haberse hecho a la idea de que un sistema cerrado, secreto e intrínsecamente vertical como el del matrimonio presidencial se abriría para debatir políticas, consensuar planes y acordar designaciones con una fuerza fragmentaria, dispersa y carente de identidad ideológica como los artificiosamente llamados “radicales” K fue, en efecto, prodigioso acto de voluntarismo. O algo peor: jugada audaz y bastante vacua de contenidos, apuesta enderezada a pescar una gran presa en un cauce supuestamente caudaloso y ubérrimo de posibilidades.
De inmediato, la vida se les hizo espinosa y lúgubre a Cobos y sus seguidores. Antes incluso de la aparición en escena del conflicto agropecuario, que estalló en marzo, los convidados de piedra ya masticaban clavos para conseguir algunas módicas y bastante patéticas plazas en el elenco gubernamental, que se iban desgranando desde Olivos o la Casa Rosada como donaciones caritativas a un familiar menesteroso.
El voto negativo al proyecto oficial emitido por el vicepresidente Cobos en el Senado y sus curiosos movimientos posteriores han generado océanos de teorías, barruntadas con más voluntarismo que raciocinio. Pero poco se acentúa un hecho determinante para la mirada del poder kirchnerista: esos “radicales” K que referenciados en Cobos no fueron ni son respetados por el oficialismo.
En la sintaxis kirchnerista, los recién llegados ya son traidores, ¿o es que acaso, después de haber sido políticamente violado, Eduardo Lorenzo Borocotó recibió algo que no fuera desprecio?
En la cosmovisión kirchnerista, los aliados lo son en tanto admitan ser vasallos. No entra en su constelación de valores la noción de que los denominadores comunes deben trabajarse y que en una democracia madura hasta pueden existir paralelismos convergentes.
Fue diferente en los primeros dos gobiernos de la era democrática: Víctor Martínez provenía del poderoso radicalismo cordobés y Eduardo Duhalde del imponente peronismo bonaerense. Ambos formaban parte de una misma cultura política.
Cuando Duhalde se apartó de Carlos Menem en 1991, jugó desde La Plata en sociedad con el riojano. Alvarez, de origen peronista, se fue sin mayores ulterioridades, una peripecia melancólica que terminó convirtiéndolo en irrelevante burócrata internacional.
Era otra la idea del kirchnerismo con Cobos. Admiradores trasnochados de Jauretche, alucinaron con la perspectiva de que esos radicales extirpados al viejo partido de Alem, Yrigoyen, Illia y Alfonsín serían a Cristina lo que FORJA fue al Perón de 1946, la componente democrática de un movimiento originado desde el poder por un militar de carrera a quien Mussolini no le parecía mala palabra.
Así, en estos meses de concertación realmente existente lo que se ha visto es deprimente y previsible. Han terminado implorando que los escuchen, o que al menos respondan los llamados. En el caso de gobernadores provinciales como Zamora y Saiz, o algunos intendentes, lo que ha existido es un pragmatismo ramplón y vulnerable: si en lugar de “amor” lo que hay es dinero, los convenios son perecederos.
Desnuda este escenario una debilidad grave y pasmosa de la Argentina, un país que desprecia apasionadamente la supremacía de lo institucional, el carácter predominante que debe tener lo colectivo sobre lo individual, rasgos evidentes de una polis atrapada por el caudillismo y la fascinación de las conducciones cerradas.
Hasta incluso con empresarios cercanos al Gobierno nunca se priva de su habitual dosis de regaños y reclamos. Como lo hizo en más de una oportunidad con Techint, la semana pasada le tocó el turno al grupo Pampa, asociado con la generación y distribución de electricidad, del que nunca ha surgido nada molesto para la Casa Rosada.
Pero en su incursión en Salta para inaugurar una turbina, la Presidenta no se privó de hacer restallar el látigo. “Quiero (…) esperar que el regalo que me hizo Marcelo Mindlin, que fueron dos hermosos candelabros de plata, no tenga nada que ver o sea una indirecta en cuanto a que vamos a tener problemas de generación o de distribución de la energía, lo tomo simplemente como una gentileza y no como una metáfora.”
De modo que, incluso con los empresarios asociados al “modelo”, jamás faltan actos de disciplinamiento, según una vieja máxima peronista: los seres humanos son buenos, pero son mejores si se los tiene a raya. ¿Pensaba Cobos que, rompiendo con su experiencia y sus valores, el dueto Kirchner habría de convertirse en una sociedad florentina, adicta al fino juego de las negociaciones que caracteriza a una democracia?
La realidad les marca realidades taciturnas: el kirchnerismo les está incluso vampirizando el gallinero, distribuyendo cargos irrelevantes, pero sabrosos, para aquellos que se quedan sin oxígeno si les faltan las moquettes del poder.
Cobos debería releer a Esopo, el fabulista griego del siglo VII a.C., que, según Heródoto, cuenta que en una oportunidad, en la mítica tierra de Shien-Lon, llovió intensamente muchos días seguidos. Durante semanas caían intensos aguaceros y tanto llovió, que el enorme Yang-Tse se desbordó, inundando comarcas vecinas y dejando sobre el nivel del agua unas pocas colinas bajas y aisladas, que pronto también se anegaron. Los seres vivientes allí refugiados se estaban por ahogar. Era el caso de un alacrán. Desesperado, el bicho advierte que una rana nada despreocupadamente y le pide si no lo puede llevar a lomo a tierra firme.
Le implora: “Si no me salvás, me muero ahogado”. La rana lo mira, duda y se expide: “No, no puedo, porque si te subís sobre mi lomo, me picás y me muero envenenada”. El alacrán se indigna y asegura: “Juro no picarte con mi aguijón”. La rana reitera su suspicacia: “no te creo, me vas a picar, al fin y al cabo, sos un alacrán”. El bicho encarece: “¡No te picaré! ¡Te lo juro! Dale, salvame, te doy mi palabra de honor de que no te picaré”.
Conmovida, la rana afloja y cree en la promesa. Nada varias horas con el alacrán sobre ella, hasta que divisan la línea que anuncia las verdes colinas de Lushan, donde el agua ya no puede llegar, la salvación del alacrán. De repente, la rana siente un fuerte y agudo dolor en su nuca, lacerante, adormecedor. El veneno la paraliza y obnubila sus sentidos. Desfalleciente y moribunda, verbaliza un “¿Por qué me picaste? La tierra firme aún está muy lejos, nos moriremos los dos”.Mientras ambos se hunden, inexorablemente, el alacrán alcanza a decir: “Perdóname, no pude evitarlo, soy lo que soy”.