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Suburbio

Yo hubiera ido como oveja a pastar a esos sitios, pero mi compañero es dado al vagabundeo, a la expedición, a dejar que el mundo nos depare alguna sorpresa.

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Yo hubiera ido como oveja a pastar a esos sitios, pero mi compañero es dado al vagabundeo, a la expedición, a dejar que el mundo nos depare alguna sorpresa. | Marta Toledo

Cuando bajamos del metro, Sarlo dijo: llegamos a Villa Soldati. Estábamos en la periferia de Zurich, en un barrio de monoblocks, con pequeñas pilas de cartón atado con piolín en las veredas, y las calles estaban vacías. Era viernes y los viernes, según nos explicó María Luque, que lleva varias semanas en Suiza, se saca el cartón. Ni los diarios ni papeles en general, solo el cartón. Pero vuelvo al comentario de Sarlo porque siempre, en cualquier ciudad del extranjero en la que he estado, siempre pero siempre hay un momento en que pienso que estoy en el conurbano bonaerense. Siempre creí que mi pensamiento obedecía a mi provincianismo, que era una conclusión de pajuerana, pero se lo escucho a una cosmopolita como ella, a una mujer viajada, como quien dice, y sonrío.

Unos días después llegamos a Roma con mi pareja. Yo reservé un hotel en esas páginas de internet. En el mapa se veía bastante cerca de todo, también de la estación Termini. Llegamos a la noche después de ver cómo algunos de nuestros compañeros de vuelo corrían como locos para llegar a tiempo a la conexión con Buenos Aires. Nosotros, por suerte, nos quedábamos en Fiumicino, íbamos despacio y en calma hacia la cinta de equipaje y después hacia la comida y el chianti o la birra.

El hotel estaba en una zona de hoteles, uno al lado del otro y entre uno y otro pequeño restaurantes o locales de pizza al paso regenteados por hindúes. Adentro el olor a curry se mezclaba con el de salsa de tomate. Por supuesto, como ocurre por regla general, la habitación del hotel no era como en las fotos. Pero ya estoy acostumbrada a esa pequeña estafa que luego me cobro escribiendo comentarios pésimos en las mismas páginas que amparan esas imágenes engañosas. Dejamos las valijas y salimos a buscar dónde comer. El recepcionista nos indicó dos lugares próximos que aún tendrían la cocina abierta. Yo hubiera ido como oveja a pastar a esos sitios, pero mi compañero es dado al vagabundeo, a la expedición, a dejar que el mundo nos depare alguna sorpresa… cosa que siempre nos trae muchas discusiones y peleas fugaces en medio de las vacaciones. Apenas nos desviamos una cuadra de las indicaciones, no llegamos a Villa Soldati sino a la Constitución nocturna, a la penumbra tufienta de bolsas de basura y olor a meo. Ni Villa Soldati ni Zurich: Roma, claro, tan parecida a todo lo que detesto de los argentinos: la tanada y esas cosas que exaltan las publicidades de Coca-Cola y de Quilmes.

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Había estado antes en Italia, en un pueblo minúsculo de la Toscana, viviendo unos días en un castillo del siglo XII. Pero entre esas paredes de piedra musculosa no había ruido, tal vez solo el del paso furtivo del viento de verano que entraba y se deslizaba por los pasillos húmedos ululando como un ánima. El castillo estaba, por supuesto, levantado en una altura y el caserío que conformaba el pueblo se enredaba a sus pies. Me acuerdo de las callecitas empedradas que subían y bajaban y cuando subían me cortaban el aliento. Desde la ventana de mi habitación podía ver los patios de los vecinos. Sobre todo uno me llamaba la atención: tenían una mesa afuera, era una pareja de viejos, se sentaban allí a comer al mediodía, ella llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo. Y volvían a sentarse a la mesa cuando empezaba a caer el sol. No podía ver con tanta precisión desde mi sitio, pero me los imaginaba tomando un vermú, hablando de los vecinos, de las plantas, del clima o de nada. De esas cosas de las que se habla o que se callan cuando dos personas llevan toda la vida juntas.