En 1921 Roscoe “Fatty” Arbuckle era una estrella ultrapopular del cine mudo. Su generosidad también era célebre: otro hubiese sido el destino de Buster Keaton de caer en manos de Harold Lloyd o Chaplin, pero Fatty le abrió paso en la industria (gesto que Keaton retribuiría permaneciendo a su lado en los días más ocursos). Fuera del set, Fatty organizaba fiestas con orquestas top y alcohol ilegal. Después de una de ellas, llevada a cabo en el Westin St Francis Hotel de San Francisco, los diarios de William Randolph Hearst lo acusaron de haber violado y asesinado a una invitada, Virginia Rappe, asistente frecuente de los convites de la naciente farándula hollywoodense. Aunque la investigación posterior probó que la muerte fue por un aborto mal hecho y que Fatty en nada había medrado, su buena reputación cayó en picada. No hubo cárcel, pero tampoco algo parecido a su antigua vida de creatividad y fiesta. A excepción del gran Keaton, los amigos se evaporaron junto a los contratos de la Paramount.
Un lustro después, una aún ignota Mae West estrenaba en Broadway Sex, pieza de exploración sobre el tema que le da nombre, contraria a la moral de la época, escrita y protagonizada por ella. La critica la destruyó, pero el público estaba fascinado y llenaba la sala cada noche. La obcecada presión de los grupos conservadores hizo que la bajaran de cartel y que su autora pasara unos días en la cárcel, acusada de promover la obscenidad. Aunque podría haber pagado una fianza, West prefirió capitalizar el arresto y llamar la atención de la prensa. En los años siguientes, se consolidó como la artista más hábil al momento de sacar partido de los intentos de censura que el recién creado código Hays imponía. No por nada “Creo en la censura; he hecho una fortuna gracias a ella”, es una de sus ironías más difundidas. Fatty, en cambio, no la remontó después de su desgracia, hasta ser redescubierto después de su muerte por cinéfilos que lo adoran.
Aunque hayan tenido talentos equiparables, el camino de estas primeras estrellas del cine norteamericano fue opuesto en cuanto a las posibilidades que depara una maniobra de cancelación. Mientras Arbuckle no pudo eliminar, incluso con la verdad de su lado, aquellos titulares amarillistas y mentirosos de la memoria colectiva, West logró que una breve estada tras las rejas reubicara su figura en un nivel de popularidad fenomenal. Un siglo después, y tras un derrotero de cancelaciones de fama mundial que no pocas veces cayeron en la arbitrariedad risible, la cosa no ha cambiado tanto. La cancelación puede arruinar la trayectoria, el buen nombre o la vida social y privada de alguien, pero también puede hacer despegar una carrera. En casos extremos llega, incluso, a catapultar a la categoría de maldito a alguien que es, en realidad, un mediocre.