Durante años la lectura de los diarios era el pan de cada día; incluso, los domingos iba al kiosco, compraba tres o cuatro ejemplares bien cargaditos y se pasaba buena parte de la tarde leyendo uno tras otro, pensando que ese acopio de información era una manera tan buena como otra de estar en relación con el orden del mundo o con el mundo como orden; en ese paso de las horas, abismado en la sucesión, se complacía no solo en el discurrir de cada artículo, en la exposición más o menos documentada del acontecimiento y en el disfrute o rechazo parcial de los méritos o defectos de una u otra prosa, sino, sobre todo, en la puesta a punto de su mente funcionando para establecer relaciones entre lo escrito y lo que dejaba de escribirse pero sin embargo funcionaba de una u otra manera, más o menos sutilmente; a veces, incluso, pensaba que precisamente lo que no terminaba de decirse y no dejaba de sugerirse era la perla oculta de esa narración, el goce de lo implícito; luego, al fin de la jornada de lectura intensiva, apartaba su cara, respirando el aire de la tarde, y ponía lo leído en relaciones de contigüidad, estableciendo un mapa impalpable en la materia misma de las cosas, pero realmente existente: esa construcción de sentidos incompletos, complementarios o discordantes le permitía dominar el sentido secreto del mundo que estaba fuera de esas escrituras y, con suerte, apostar a formas futuras.
Pero en algún momento ese goce lo sació; en algún momento vio su esqueleto, el rasgo raquítico escondido bajo aquella abundancia, la periodicidad de lo periódico: las notas, los artículos, las columnas, comenzaban a temblar y desvanecerse ante sus ojos apenas comenzadas. Así –leyó– ocurre con toda retórica. Pero nada lo había preparado para que ocurriera con esa suma semanal. Buscó nuevas distracciones informadas: la plétora audiovisual le produjo rechazo inmediato. La palabra escrita puede encubrir intenciones: la faz desembozada de aquellos llamados comunicadores era la de la ira, el desprecio, el odio. La vanidad de aparecer. Un día se le ocurrió mirarse al espejo y descubrió un cuadro abstracto. Dos o tres colores, intensos. No supo si aquello era triste o consolador, o la promesa de algo nuevo.