No pocos recordarán la manera en que arbitraba Javier Castrilli. Su utopía, no menos que la de Bentham, era el panoptismo: llegar a verlo todo. Pero esa ambición cobraba en Castrilli la forma extrema del detallismo, la de la pasión por la minucia, en vez de una inclinación panorámica. Por algo su ojo era capaz de percibir lo que sólo la tecnología de las cámaras de televisión podía registrar y dar a ver. Lo que él cobraba no lo advertía nadie; a menudo ni siquiera el propio damnificado, que solía ser el primer sorprendido por sus decisiones. Para entender esos fallos había que ver la acción en la tele, con zoom y cámara lenta, con muchas repeticiones.
El último afán de Castrilli acaba de frustrarse: que no haya en los estadios otra cosa que butacas. Castrilli tiende a sentir que en el fútbol sobra gente; como réferi diezmaba a los equipos a golpes de tarjeta roja, y como secretario de Seguridad ha hecho jugar partidos con ausencia de hinchada contraria. En los estadios a todo platea, por empezar, caben menos personas. Pero además esas personas estarán por necesidad sentadas. Se acabarán así el movimiento en la tribuna, el baile, los saltos, la tensión del que no puede estarse quieto. ¿Será arriesgado adivinar en todo esto un intento de convertir al hincha de fútbol en televidente? Que se siente, que se calme, que repose en el respaldo, que se cruce de piernas incluso, que dormite si se aburre, que se apoltrone.
Vetaron el proyecto. Eso implica que, al menos por ahora, seguirá existiendo la tribuna en las canchas del fútbol argentino. A futuro, no obstante, puede quedar planteada la pregunta: si se acaba la popular, ¿qué pasará con lo popular? Cuando todo sea platea, ¿quiénes podrán pagar la entrada al fútbol?