COLUMNISTAS
GOLES Y FESTEJOS: SOBRE SELFIES, DEDICATORIAS, EX CON CULPA Y TIPOS EN CUERO

Te invito a mi fiestita

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“La mirada del público tiene más densidad y más calorías que cualquier otra, es una mirada corrosiva que atraviesa las mallas y apergamina la piel de los artistas”.

Oliverio Girondo (1891-1976); de “Café-concierto”, en Brest, agosto de 1920.

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Osvaldo cumple, como el general ex Cangallo; vaya uno a saber quién dignifica. Desde que llegó a Boca se las arregló para hacerse notar, lo que es, sin duda, la más notable de sus virtudes. Todos hablan de él: lo que hace, lo que dicen que hizo o lo que
deja de hacer. Suena intolerable, pero así suele ser el éxito en estos tiempos impiadosos.

Osvaldo da para todo y parece no alcanzarle el tiempo. Debut con pompa en la Bombonera, gol e intercambio de besos a la distancia con su novia; rumores nunca confirmados ni desmentidos de un sex delivery con groupies en plena  concentración; tapas de diarios, revistas, televisión; hasta un violento episodio policial donde Jimena Barón sufrió el robo de su camioneta. Una vida a ritmo de videoclip.

El miércoles pasado, contra el precario Zamora venezolano, nuestro héroe estuvo errático y nervioso. Recién en la parte final pudo embocarla. Hizo dos: el cuarto y el quinto, de penal, como para que al menos los números vayan cerrando, para todos.

Si algo le sobra a Osvaldo, es simpatía, frescura, buen humor a la hora de reconocer errores o torpezas. “Menos mal que íbamos ganando, porque ya me estaba desesperando. Por eso, después del cuarto, le rogué al Burrito: ‘¡Dejame patear el penal que me comí como doscientos goles!’”, se reía de sí mismo después del partido. Al día siguiente, en la misma tónica, agregó: “Lo de mis anteojos no es por el look. Los uso porque no veo, je. La otra noche quedó demostrado, ¿no?”.

Partido sin equivalencias, resultado previsible y poco para destacar, salvo su divertida franqueza y el buen funcionamiento del equipo de Arruabarrena que, juegue quien juegue, se muestra cada vez más confiable, compacto en sus líneas, agresivo. Con un Lodeiro omnipresente, lúcido, incansable; y un Gago más suelto que, por fin, puede dedicarse a lo suyo: tocar, darle vuelo al primer violín, algo que él, claramente, nunca ha sido ni será.  

Un partido olvidable, especialmente para Osvaldo, salvo por un detalle muy a su estilo: la célebre selfie de su gol.

Inspirado en Totti –ex compañero suyo en la Roma, quien no hace mucho se retrató en pleno festejo–, Osvaldo invitó a todos, titulares y suplentes, para posar en piña, exultantes, excitados como un grupo de egresados en Bariloche. La foto, sacada por uno de los kinesiólogos –parte de un equipo de excelentes profesionales y muy gauchitos a la hora de consentir travesuras–, falló en el encuadre y salieron sólo ellos, sin la tribuna de fondo. Lástima. No era la idea, pero igual fue subida a las redes sociales. Fue un boom.  

Ellos, los mirados, se retratan para verse y seguir mostrándose: un grupo sano y unido en un tiempo de vino y rosas. Juego de espejos que, por alguna razón, me recordó, por oposición, a aquel curioso experimento de la época del fútbol codificado: cuando uno se sentaba a mirar a otros que miraban algo que, al mismo tiempo, nos era relatado. Ahora todo se ve, se exhibe, aunque la verdad, lo que sucede más allá de lo aparente dependa, como antes, de quién nos cuenta la historia.      

A Arruabarrena no le gustó nada el festejo. Se notó en su mueca de disgusto. Tal vez sintió pudor hacia el rival, al que se debe respetar siempre, más allá de lo débil que sea. O recordó su áspero eufemismo posrumor de la fiestita con chicas, eso de “ser profesional y, además, parecerlo”.

Lamento parecer solemne o aburrido, pero a mí tampoco me caen bien esos festejos ensayados. Prefiero que los futbolistas compartan su alegría con el público, que es para quienes trabajan. Ese momento mágico, el éxtasis del gol, no es apropiable, muchachos. Es de ellos: de los que se apiñan en la tribuna o se petrifican frente a la tele y, ridículos y adorables, ríen o lloran según el capricho de la pelota.

No me conmueven los besos a anillos o tatuajes, pancitas de embarazo, dedos apuntando aquí o allá, pasos de baile, dedos gordos chupeteados, brazos como acunando, corazoncitos, dedicatorias a padres, abuelas, hermanos, tías, novias, amigos. Uf. Extraño a aquellos que, sacados, se colgaban del alambrado para fundirse con la multitud. Eso sí era vida.

Si no me hacen gracia esos festejos, mucho menos los que no gritan o piden perdón cuando les hacen un gol a sus ex equipos. ¿Qué tontería es esa? ¿Les duele? ¿Les crea una crisis de angustia? ¿Culpa? Pues pidan no jugar y ya. Libérense.  

Es una lógica absurda. Si gritarle un gol al ex club es una falta de respeto, ¿qué deberían sentir los hinchas de su actual club, cuyo jugador se apena mientras ellos mueren de felicidad? ¿Hay que conmoverse por el sentimiento de alguien que cumple por dinero mientras sufre por amor? El respeto hacia uno, ¿no es, acaso, la ofensa hacia el otro? ¿Qué pasa, entonces, con quienes, además de embocarnos, nos regalan sus estúpidos festejos? ¿Ellos sí están legitimados a faltarnos el respeto? Ay.

Si todo esto suena ridículo, pues falta lo peor. Los que, al convertir un gol, se quitan la camiseta, la arrojan como un trapo y festejan en cueros. Ah, no. No los tolero. ¡Pecatto mortale!

A ver, señores: eso que se sacan de encima es la única razón por la cual el fútbol tiene algún sentido. El relleno, ustedes, más allá de una gloria efímera, es intercambiable. La camiseta, los colores, no. Hay que lucirla con amor, orgullo o profesionalismo, y mucho más en esos momentos orgásmicos. Sin ella, entérese, no existirían: chau autos sport, modelos, casas de ensueño. ¿La usan por plata? ¿Les importa un bledo? Ok: finjan.

Porque el gol, estimados futbolistas, aves de paso, cazadores de vidrieras, cedidos seriales, trashumantes semestrales, el gol, ese gol, tu gol... es nuestro.

De nadie más.