Hace un tiempo participé en un número especial de una revista colombiana en el que convocaron a narradores latinoamericanos para escribir un cuento erótico en torno a uno de lo diez mandamientos; los cuentos iban a ir ilustrados con fotos de modelos. Una provocación religiosa un poco retro. Me tocó el primer mandamiento: Amar a Dios sobre todas las cosas. Mi trama era simple: un estudiante de universidad católica se enamoraba de una chica mulata brasileña del programa de intercambio que asistía a su misma clase de Teología; él la veía como su nuevo y único dios y al final faltaban al examen porque él la amaba sobre todas las cosas: la cama, la mesa, la alfombra, el lavarropas... Cuando mi herejía ya estaba redactada, me avisaron que la única modelo mulata había sido elegida para otro mandamiento; la modelo para mi cuento era japonesa. Me ofusqué como una diva, defendí a la literatura contra la tiranía de la imagen, dije cosas bastante ridículas, me hice rogar. Después cedí. Tuve que empezar de cero; el nuevo cuento, con mi personaje ahora enamorado de la estudiante anglo-japonesa Hoshiko, quedó mejor que el anterior, más raro, menos previsible. Desde que empecé hace unos años a escribir textos pautados por temas y cantidad de caracteres, descubrí que las exigencias externas (a veces absurdas como en este caso que cuento) ayudan a salirse de uno mismo, a huir de las repeticiones, a bajar la escritura del pedestal de prestigio que parece darle la supuesta pureza literaria. El infinito espacio vacío de la novela me parece ahora un infierno de silencio. Quizás encontrar el tema para una novela es encontrar un límite, inventarlo, como dibujar el plano de una casa sobre una gran salina.