Los entomólogos le abrieron la panza a un oso hormiguero y descubrieron que éste se había comido en igual proporción a los insectos mimetizados como a los que no practicaban esa defensa. ¿Era, entonces, una defensa? Vladimir Nabokov, un pedante y genial escritor cazador de mariposas, teorizaba que en realidad la mimetización no era una práctica para no ser cazado, sino una opción estética. Philip Seymour Hoffman, en un momento de su larga carrera, decidió mimetizarse en vez de componer un personaje y ganó el Oscar. A la gente que da el Oscar le gustan estas boludeces, que los actores hiperactúen, que se mimeticen, que practiquen el espiritismo. Hoffman convenció tanto que los diarios argentinos cuando esta semana anunciaron su muerte titularon así: “Otro adiós a Truman Capote”, “Se fue el mejor Capote”. Pero el actor que tenía el mismo nombre que el mayor de los hermanos Glass era muchísimo más que esa actuación. En The Master, por ejemplo, creaba un personaje insondable, contradictorio, oscuro y luminoso, que chocaba un poco con los tics que le imponía al suyo Joaquin Phoenix. El personaje de Phoenix estaba muy marcado, el de Hoffman era impresionante. Recuerdo hace poco cómo se elogió la performance de un actor argentino cuando lloraba en una de esas series que hace Suar (las cuales ya son todo un género en sí mismas) por la muerte de su hija arrodillado en la tumba. Era tan patético el trabajo de este actor que no me llamaron la atención los elogios que recibió contra reembolso. Por el contrario, Philip Seymour Hoffman era un actor invisible y letal. ¿Por qué? Porque siempre se veía el riesgo por el que caminaba. Hoffman practicó en serio el teatro de la crueldad. Nunca se sentó en el lugar común, fue un hechicero. Cada papel, pareció decirnos, es la vida misma, no su representación estéril.