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Apuntes en viaje

Tiempo suspendido

Otra vez hay problemas con el equipaje, otra vez una valija no entra, otra vez alguien se queja. Otra vez interrumpen la película para pasar el video con las indicaciones; otra vez la azafata mueve los brazos en silencio indicando las salidas de emergencia.

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Tiempo suspendido. | marta toledo

Es mi primera vez en Londres. Llegué hace unos días después de un vuelo larguísimo y cansador. Venía de varias semanas ajetreadas y un poco esperaba con ganas ese tiempo detenido de los aeropuertos y los aviones. Sobre todo del avión: saber que por unas catorce horas el mundo puede desmoronarse y quienes estamos en el aire seguiremos leyendo libros o viendo películas, tomando café quemado en vasitos de cartón, comiendo la comida horrible de las bandejas de aluminio, tomando traguitos de vino de las pequeñas botellas de plástico. Respirando el aire seco y artificial. Cubriéndonos con las mantas que dejan electricidad en todo el cuerpo. Levantándonos cada vez que un compañero de fila quiere ir al baño o levantándonos para ir al baño. Abrochando y desabrochando el cinturón; enderezando o inclinando el asiento. Pero este avión estará literalmente detenido una hora y pico en Río de Janeiro. Algunos pasajeros bajan. Sube el personal de limpieza, los veo hacer su trabajo como si no estuviéramos allí. Juntan los residuos que dejaron los que se van (no entiendo cómo puede haber tanta basura apenas dos horas después de haber despegado), echan un aerosol desinfectante. Suben los nuevos pasajeros. Otra vez hay problemas con el equipaje, otra vez una valija no entra, otra vez alguien se queja. Otra vez interrumpen la película para pasar el video con las indicaciones; otra vez la azafata mueve los brazos en silencio indicando las salidas de emergencia. Otra vez el avión carretea y despega. Otra vez el preciado tiempo suspendido. Otra vez me duermo como los niños cuando los sacan a pasear en cochecito; otra vez me despierto a la media hora sin entender dónde estoy y creyendo haber dormido todo el viaje.

Retomo la lectura de Ese que fui, de Candelaria Schamun. Hacía mucho le había perdido el rastro a la autora, después de leer su investigación sobre el asesinato de Candela. Ahora, este nuevo libro un poco me anoticia de su vida: mudanza a un pueblito de la provincia de Buenos Aires, huerta, gallinero, una vida nueva lejos del agite de ser periodista en la Capital. La escritura de Candelaria me gusta: es sencilla y amable, sin la dureza del periodismo pero con la solvencia de una investigación cuidadosa. Este libro, esta investigación, es sobre ella misma, pero no a la manera de la literatura del yo. Los primeros treinta y seis días de vida, Candelaria fue tenida como varón (tuvo un nombre de varón también), una confusión médica debida a un problema congénito no detectado en el momento del nacimiento. A partir de allí los tratamientos dolorosos, la mala praxis, el secreto. Décadas después ella desanda ese camino: la superioridad de la medicina que hace y deshace sobre los cuerpos como si fueran meros objetos de estudio, pedazos de carne sobre los que se puede operar y decidir sin escuchar a la persona que habita ese cuerpo; los padres anonadados que siguen las órdenes de esos dioses de ambo porque no saben qué otra cosa hacer y porque la muerte de un hijo es el peor fantasma de cualquier madre o padre. Les recomiendo mucho este libro pues quién no se ha sentido alguna vez avasallado, maltratado, violentado en el sistema de salud.

Cuando el avión aterriza, nos recibe un día inusitadamente soleado, eso dicen, y el cielo azul y despejado no tiene nada que ver con mi imagen mental de Londres.

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