Aunque dentro de los calabozos que yacen en la etimología de la palabra “crisis” estén encerrados conceptos tan inquietantes como “cercenar” o “degollar”, no viene mal definirla con su apocada acepción médico-biológica: “mutación considerable que acaece en una enfermedad”. Que el mundo cursa una crisis es evidente, y que está enfermo, no lo es menos. Por lo pronto, en el sentido de la capitulación momentánea de la política, reducida a la costumbre de administrar el desengaño, a manos de la ciencia, que tiene muchos problemas que resolver y no tiene ningún proyecto que la dirija.
Sólo con echar una mirada a la Historia se advierte que la condición humana promedio tiende a oponer “contra-indicios” cuando aparecen los primeros indicios de una crisis. Las Bolsas funcionaban como siempre, los niveles de inversión eran los previstos, los precios no sufrían espasmos gastrointestinales, había confianza... ¿a quién le interesaba indagar por qué razón el equilibrio de la mesa se estaba volviendo inestable?
En el mundo de las posiciones burguesas, las preguntas incómodas son consideradas aves de mal agüero. Lo dijo Fouquier-Tinville durante la Revolución Francesa, cuando fue condenado a muerte Antoine-Laurent de Lavoisier, el creador de la famosa Ley de Conservación de la Masa: “La República no necesita sabios”.
Los hombres toman las decisiones trascendentes por apreciación o por de-sesperación: lo habitual es esto último. Había que tener coraje para denunciar las consecuencias posibles de una súper liquidez sin correspondencia con el desempeño de la economía real y la resaca inevitable de la borrachera por ingesta de innovaciones financieras que no perseguían otro fin que la acumulación de dinero. Exclusivamente de manera tangencial (a partir de 2006), y para nada multitudinaria, se cuestionó el dogma de las lianas financieras capaces de trepar hasta el cielo.
Pero la desconfianza brinca en un periquete la distancia que hay entre la creencia en la abundancia absoluta a la escasez relativa: los medios de pago desaparecen del sistema porque los prestatarios dejan de pagar sus préstamos y los prestamistas resuelven no renovar sus créditos. Si suplantamos la repetida imagen de la “burbuja” por la de un tornado, podemos imaginar un fenómeno económico con apenas un punto de contacto con la tierra fértil, y a medida que se asciende aparecen cada vez menos bienes y más aire en torbellino.
A lo largo de los últimos cuarenta años, el sistema tuvo capacidad para absorber los golpes: se acudió a la noción de los ciclos económicos largos advertidos por el ruso Nikolái Dmítrievich Kondrátiev, de las fluctuaciones cíclicas de la actividad, de las crisis coyunturales que se daban en un marco general de progreso, del reenvío a las autopistas de la economía preexistente luego del sismo, como si nada hubiera pasado. Nouriel Roubini, profesor de la Universidad de Nueva York, dijo que después de cada crisis, se formaba una nueva burbuja con el dinero fácil y la indolencia de los reguladores. No va a ser así en adelante, porque la salida de esta fase recesiva no admite las mismas prescripciones clínicas que las anteriores y por consiguiente no será igual que aquellas que la precedieron.
Los ciclos eran amistosos cuando se dejaban revertir. Algunos datos permiten pensar que el mundo se abisma ante un cambio de fase, con variaciones bruscas en las propiedades de algunos de los elementos del sistema. El ingeniero Jacob Goransky anota que en los últimos cuarenta años disminuyó apreciablemente la tasa de crecimiento de los PBI de los países desarrollados mientras aumentaba implacablemente la cantidad de dinero que se movía en los circuitos financieros, hasta adquirir un carácter independiente del sector productivo. Las multinacionales en conjunto con los Estados promovieron y consintieron formas de desregulación, desestructuración y deslocalización industrial (las denominadas 3-D) que confinaron la gobernanza (gobierno con legitimidad) a ámbitos cada vez más limitados. Las tecnologías de la información y las comunicaciones han empujado para que el PBI mundial creciera sobre la base del incremento de la productividad real y de la potencial, al tiempo que por lo mismo decreció la demanda de trabajo.
El neoliberalismo hace girar las aspas de sus molinos, pero el simple análisis de coyuntura indica que la acción sobre los mercados, el comercio intrafirma y sus precios de referencia, la administración de precios y el cambio cualitativo en las formas de la competencia no tienen nada que ver con la teoría del libre acceso al mercado de millares de agentes compitiendo. Hay una crisis en el desempeño sistémico, lo que hace que el mundo no enfrente una época de cambios, sino un cambio de época.
¿Cómo será la salida? Lenta y difícil. Como sucede después de las inundaciones, comienzan a verse los granos estropeados en los silos, el ganado muerto en los bebederos, los circuitos electrónicos de las cosechadoras injuriados por el agua. ¿Cuál es la salida? Aloizio Mercadante, senador brasileño del PT por el estado de San Pablo, hace una observación sagaz: “... esta crisis dará lugar a un nuevo escenario económico”. Comenta que no ha habido en la historia ningún momento en que la distancia entre los países ricos y los pobres haya sido tan reducida, y no por un enriquecimiento de los países pobres, sino por un empobrecimiento de los países ricos. Sin embargo, no hay que perder de vista los sectores que están líquidos, y que podrían comprar compañías hoy depreciadas concentrando propiedad, lo que equivale a concentrar poder de decisión.
Es evidente que para los países emergentes las líneas de acción pasan por la coordinación que aumente el poder de negociación, por las alianzas estratégicas con países que tengan visiones análogas y complementarias, y por el incremento del capital simbólico de manera de ensanchar la credibilidad. Si bien es cierto que Edwin Heron –discípulo francés de Keynes– debe haber escuchado con satisfacción que Sarkozy se resignara a que “... el dogma de que los mercados tienen siempre razón es una idea loca”, no lo es menos que las líneas de acción contienen múltiples dispositivos decisorios que no sólo deben ser técnicamente adecuados, sino que requieren de liderazgos locales y globales.
Hay crisis circunstanciales y crisis objetivas: las primeras son aquellas que se dejan maquillar; a las últimas no hay cosmético que las vuelva presentables. Debido a que la crisis por la que transita el mundo pertenece al segundo tipo, son indispensables pilotos capaces de intervenir de manera precisa sobre los mercados, para regular la asignación de las rentas, y sobre los sistemas tributarios para vigilar su distribución y acumulación. Como ha escrito Goransky: (...) “se trataría de que la distribución y redistribución de los ingresos (que genera la demanda solvente) creciera a igual ritmo que la producción y la productividad”.
El mundo tiene la posibilidad de pasar de una homogeneidad coactiva a una heterogeneidad por consenso. Este tránsito, si es que puede ser tramitado, no debe olvidar que incluso el trabajo, es un pan agrio cuando no hay esperanza de movilidad social ascendente.
*Ex canciller