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Tiempos muertos

Mi hijo estaba jugando con un perro al que le gustaba que le tiraran una pelota. El perro era marrón, chico, muy intenso. El dueño del perro era joven, vestido como los chicos que van al Bafici.

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Mi hijo estaba jugando con un perro al que le gustaba que le tiraran una pelota. El perro era marrón, chico, muy intenso. El dueño del perro era joven, vestido como los chicos que van al Bafici. Yo miraba todo desde un banco más alejado. Le enseñé a mi hijo que antes de acariciar a un perro, le pregunte a los dueños si lo puede hacer. Mi hijo –de tres años– cree que todos los perros son buenos. La pelota iba y venía. Entonces

apareció una mujer joven, vestida con una campera negra y el pelo ligeramente teñido de rubio. Tenía la cara chupada pero estaba vestida con cuidado, con ropa limpia. También tenía un perro, un pomerania. Se me acercó y me dijo si podía hablar conmigo, porque estaba muy sola. Le dije que sí y se sentó a mi lado. Me dijo si le podía agarrar la mano, cosa que hice. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que estaba muy mal porque había perdido a su pareja, hace un año. ¿Te separaste?, le dije. No, está en la cárcel. Me siento muy triste, me dijo. Me contó que encontró al perro en la calle y le curó la pierna

lastimada. ¿Podés venir a mi casa esta noche?, me dijo. No, le dije, no puedo. ¿Por qué?, me preguntó. Porque tengo que hacer cosas, le dije.

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Bueno, me dijo, gracias por hablar conmigo. Que estés bien, le dije.

Pensé que Kelly Richardt, la directora yanqui que tanto me gusta, podría hacer una buena película con lo que estaba pasando. Un niño, dos perros, un padre que fuma, un joven que mira el celular, una mujer sin inhibiciones porque está derrotada bajo los efectos del clonazepán, la pura vida.