COLUMNISTAS
asuntos internos

Toda la literatura en un solo estante

Si uno hace periodismo cultural o trabaja en la industria editorial, le guste o no, tiene que tener un ojo puesto en España. Lejos en el tiempo quedó la época en que la Argentina podía marcar una agenda o cautivar la atención de escritores, editores y lectores de América latina y Europa: ahora, en apariencia, todo pasa por España, ese extraño mercado, y más específicamente por Madrid y Barcelona, centros de la industria del libro en lengua castellana.

Tomas150
|

Si uno hace periodismo cultural o trabaja en la industria editorial, le guste o no, tiene que tener un ojo puesto en España. Lejos en el tiempo quedó la época en que la Argentina podía marcar una agenda o cautivar la atención de escritores, editores y lectores de América latina y Europa: ahora, en apariencia, todo pasa por España, ese extraño mercado, y más específicamente por Madrid y Barcelona, centros de la industria del libro en lengua castellana. Hay que ver entonces primero qué se edita allá para saber qué llegará a la Argentina tiempo después (así nos enteramos, por ejemplo, que la novela inédita de Roberto Bolaño El Tercer Reich acaba de aparecer y se distribuirá aquí recién dentro de un par de meses); hace falta leer las secciones culturales de los diarios españoles para intentar prever los rumbos y las decisiones a las que se volcarán editores y grupos editoriales en el futuro. Habrá que aceptarlo: somos un mercado marginal y no parece que la situación vaya a cambiar pronto. Así las cosas, el diario El País publicó el jueves pasado las declaraciones de la ministra de Cultura de España, Angeles González-Sinde, que anunció que en 2009 la edición digital creció el 35 por ciento con respecto al año anterior: unos 11.403 contra los 8.447 de 2008. Ya en 2007 la edición de libros en formatos que no fueran papel representaban el 10,5 por ciento de la facturación editorial, y todo parece señalar que esos números seguirán en alza.
¿Qué significa esto? Nadie lo sabe muy bien todavía. Para empezar, es cierto que los porcentajes deslumbran por lo significativos, pero hay que tener en cuenta que no podría ser de otra manera, ya que se trata de un negocio nuevo que comienza a medirse desde cero. Algo similar sucede con el cine y sus números, a partir de la nueva niña mimada de la industria, la tecnología en tres dimensiones: los balances dan positivo, ya que los espectadores se vuelcan en masa hacia productos como Avatar, que proponen una nueva manera de ver cine, aunque no necesariamente una mejor. Ahora, con el iPad de Apple, presentado en sociedad días atrás por Steve Jobs, se supone que con un solo aparato (delgado, atractivo y liviano) cualquier persona podrá consultar su correo electrónico, navegar en la Web, bajar decenas de películas y archivar miles de libros. La cantidad está asegurada, aunque no se conozca la finalidad: sabemos con Borges que lo mejor de la literatura universal cabe en un estante y en apenas un centenar de títulos.
Al margen de que haya quienes aseguran que el libro es un invento imperfectible (como el vaso, el clip, el tenedor, la rueda), existe un tema central sobre el que expertos, neófitos, optimistas y apocalípticos no logran ponerse de acuerdo: ¿los dispositivos electrónicos lograrán hacer de la lectura de libros una actividad masiva y popular? Todo parece indicar que no: que más allá de lo que los libros puedan o no aportar a cualquier ser humano, el acto de leer depende más de una inducción afectiva, de una transmisión interpersonal o de una adecuada enseñanza que de lo rápido, barato y accesible que pueda llegar a ser un aparato. Lo que no quita que, apenas tengas la oportunidad, corra a comprarme uno.