Hubo un tiempo en que el nombre Jessica no existía. Para ser exactos, no existió durante todo el arco que comprende la historia de la humanidad hasta 1596, año en que, al parecer, William Shakespeare empezó a escribir El mercader de Venecia, que es también la primera ocasión en que aparece el nombre Jessica. Porque es así: el nombre fue inventado por Shakespeare, antes no existía.
Según los estudiosos, Shakespeare habría adaptado el nombre hebreo Iscah, que aparece al pasar en el Antiguo Testamento, más precisamente en el Génesis 11:29, y que designa a la sobrina de Abraham. (A propósito: se trata de uno de los pasajes más tediosos, monótonos y soporíferos de la Biblia, en el que se enumera la detallada y lenta ampliación de la familia Abraham: “Y tomaron Abraham y Nacor para sí mujeres; el nombre de la mujer de Abraham era Sara, y el nombre de la mujer de Nacor, Milca, hija de Harán, padre de Milca y de Iscah. Mas Sara era estéril y no tenía hijos”, etc., etc.) En la versión de la Biblia leída por Shakespeare, Iscah se habría convertido en Jescha, por lo que el salto a Jessica se vuelve casi natural. Y lo era al punto de llamar de ese modo a la hija de Shylock, el judío cruel y usurero con el rostro igual al de Al Pacino.
Pero sería un error creer que desde ese momento el nombre Jessica se volvió popular. No se volvió popular porque Shakespeare no lo era, y tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Jessica lograra superar la barrera de la escena isabelina. Los siglos pasan, y recién en el XX Jessica comienza primero a hacer pie, luego a escalar la montaña de la fama y finalmente a alcanzar la cima –al menos en Estados Unidos–, en los años 80. Lo dice Jess Goodwin en la revista digital Bustle (nótese que a Jess sólo le faltó un “ica” para no ser la excepción a la regla que es ahora): “Si te llamas Jessica y naciste entre 1985 y 1990, es muy probable que hayas crecido junto a otras Jessica, que hayas salido con otras Jessica y que te hayas graduado con otras Jessica”. Era un nombre bastante común, y siguió siéndolo a fines de los 80, cuando tuvo lugar la gran coronación, con la elección por parte de los estudios Walt Disney de Jessica como nombre de la mujer de Roger Rabbit.
De hecho puede considerarse la elección de los estudios Disney como la coronación y el derrocamiento del nombre, sencillamente porque los padres de las futuras virtuosas Jessica que debían continuar con la invasión de Estados Unidos no podían imaginar a sus hijas con el aspecto de esa femme fatal feliz al lado de un hombre un poco estúpido pero capaz de hacerla reír. Kelly Lee Dekay y Pixee Fox no se llaman Jessica, pero para que sus cuerpos tuvieran un aspecto similar al de la Jessica de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? tuvieron que quitarse seis costillas y recurrir a varias cirugías estéticas (leo que en 2015 Heidi Klum, más inteligente y menos entusiasta, logró los mismos resultados con prótesis y maquillaje; resultados pasajeros, eso sí).
Ahora parece que está menos de moda (Emily está poco a poco escalando posiciones; para seguir con la metáfora alpina, ahora se encuentra escalando la cara norte, tal vez en diez o quince años haga cumbre y clave su bendita bandera), pero en los 80, en Buenos Aires sin ir más lejos, si solías emborracharte en los bares de Retiro los fines de semana tuviste que haber conocido a alguna, pagando por el honor la sola pérdida de una pueril “s”. Pero Jessica es un nombre inventado por un escritor. Y para ser un nombre inventado por un escritor debemos acordar que no está tan mal.