Lindo ejercicio el de armar mentalmente una lista de las cosas que nos pasaron a los argentinos en los últimos once años. Lindo y vertiginoso.
En febrero de 2001, De la Rúa era el presidente, Chacho Alvarez había dejado de ser vice y Cavallo esperaba volver a ser –a Dios gracias, por última vez– ministro de Economía. Aunque cueste recordarlo, desde entonces y hasta ahora tuvimos tantos presidentes que no siempre es sencillo nombrar a todos: Duhalde, Néstor y Cristina, Rodríguez Saá, Eduardo Caamaño y... ¿Ramón Puerta?
Mal acostumbrados a ciclos de ocho años por entrenador, ni siquiera fue una década estable para el Seleccionado nacional. Bielsa, Pekerman, Basile, Maradona, Batista… demasiados para poco más de una década y apenas tres mundiales.
Qué decir de las cosas que nos han pasado a ustedes y a mí en todo este tiempo. Puedo imaginar infinidad de escenarios respecto de sus vidas. Engordar, adelgazar, enamorarse, desilusionarse, pedir que se vayan todos, volverlos a votar, ir al súper, pagar aumentos ficticios y escuchar a Guillermo Moreno por radio. En lo que a mi respecta, me divorcié, tuve mi cuarta hija, pasé por una segunda etapa de Orsai con Pettinato, empecé a escribir en PERFIL y hasta conseguí algún buen resultado con una dieta. Once años. Toda una vida dentro de una vida. Si hasta volveré a casarme próximamente dentro de esos once años.
Es probable que, entre tantos recuerdos fuertes, a ninguno de ustedes le provoque nada especial que el torneo de tenis de Buenos Aires acabe de cumplir once años. Estacionado con estabilidad a mediados de febrero, la creación de Martín Jaite ya no sorprende desde la presencia. Sólo provocaría un impacto desde la ausencia. Afortunadamente, todo parece indicar que eso no sucederá por unos cuantos años.
Sin embargo, basta repasar un poco de la historia de nuestro tenis y otro poco de la historia reciente de nuestra sociedad para convenir que la continuidad de una cita anual a nivel internacional de un deporte profesional de alta competencia es algo casi sin precedentes en nuestro medio. El ATP de Buenos Aires sobrevivió, por ejemplo (ni más ni menos), al final de la convertibilidad y al corralito.
Cuando hago referencia al mérito de continuidad del torneo que está por concluir y que, casi como una continuidad de lo sucedido durante la temporada 2010, expuso a Juan Ignacio Chela como mejor exponente argentino en polvo de ladrillo, me remito a mi propia experiencia de hincha y, luego, precoz periodista entusiasta del deporte de las raquetas, las pelotitas, los ball-boys y las noches con señoras de más de 40 en condición de merecer.
Durante muchísimo tiempo, y especialmente entrados los 80, la conferencia de prensa de presentación de un torneo importaba sólo por dos razones: el servicio de catering para los periodistas invitados y el anuncio de quiénes serían los protagonistas.
Supongo que, actualmente, el buen diente –sobre todo el que viene de arriba– seguirá siendo una virtud de nosotros, los cronistas. Pero ya no es tan necesario saber quién viene. Sin ir más lejos, desde Coria y Nalbandian hace unos años, hasta el mismísimo Del Potro actualmente, ni siquiera las principales figuras locales han tenido asistencia perfecta. Es más, Juan Martín sólo jugó el torneo antes de ser “Delpo”. No hay desprecio sino lógica: para Juan es sustancialmente más beneficioso sumar partidos y victorias en la temporada norteamericana de cemento –su terreno favorito– que intentar remarla en una superficie hecha a la medida de otros jugadores. Como sea, lo que en otros tiempos hubiera merecido de parte de “nosotros, los cronistas” un pedido de destierro por ignorar la sacrosanta fecha del tenis vernáculo, hoy pasa casi inadvertido.
El torneo de Buenos Aires es, de por sí, un torneo exitoso. Este año, en gran medida porque se frustró casi integralmente la jornada de cuartos de final del viernes –mi día favorito del torneo por excelencia–, quedó la sensación de que la convocatoria fue menor a la de otros años. Tengo entendido que los números oficiales hablan de otra realidad. (Por favor, descarten la posibilidad de que me esté haciendo el pícaro volviendo a mencionar elípticamente al ínclito Patota.)
Este de Buenos Aires es ya un clásico para mucha gente. Para los fanáticos del tenis, porque desde Guga Kuerten, Rafa Nadal y Carlitos Moya hasta Juan Carlos Ferrero, David Ferrer o, este año, Stanislas Wawrinka, siempre tuvimos visitas memorables. Para los hinchas de lo que va quedando de la Legión, porque nunca dejamos de tener, al menos, un semifinalista. Y para los que entienden que la vida necesita un poco de dispersión, esnobismo, glamour y “hacerse ver”, porque las nochecitas del ATP del Buenos Aires son la garantía de haber estado en un lugar que deja algo para contar al día siguiente en la oficina.
Por cierto, también es un torneo que deja huellas: a pocos días del debut argentino en la Copa Davis –en marzo, ante Rumania y en el Parque Roca– la sensación que dejó la actuación de nuestros eventuales convocados es un tanto inestable. Nalbandian, número puesto, jugó un par de buenos partidos pero terminó quedando muy lejos de un Robredo que lo superó con la certeza de un campeón. Mónaco, presumiblemente el segundo singlista, también llegó a cuartos de final y tuvo a tiro a Wawrinka en el primer set. Pico sigue atravesando una etapa rara en la que se sigue exhibiendo como un tremendo luchador de gran capacidad atlética que necesita urgentemente potenciar sus recursos para lograr las mismas cosas con un poco menos de esfuerzo. Zeballos y Schwank sólo estarán en el equipo como integrantes del dobles: ni jugaron en pareja ni les fue bien por cuenta propia. Para el caso de que Tito Vázquez, capitán argentino, eligiera jugar con un tercer singlista –pasaría Nalbandian también al dobles–, el candidato es Chela. Aquí no hay reproches: Juan hizo un muy buen torneo.
Como sea, más cerca o más lejos del juego, de las emociones o de la carpa VIP con la variante gastronómica que se les ocurra, este es siempre un torneo entrañable. Una de esas semanas que jamás consigo olvidar. Aunque esta tarde, después de la final, le jure a mi conciencia que jamás volveré a entrar en esa bendita cabina de transmisión.