Prácticamente no hay día en que no leamos o escuchemos que las cosas están cada vez peor. La educación de los jóvenes, la criminalidad, los valores morales, el consumismo, el tejido social, el individualismo anómico, la pérdida de sentido de la vida, todo parece estar llevando a la humanidad cuesta abajo, hacia una decadencia creciente. Como si fuera poco, el mundo occidental está perdiendo su más preclara y superior institución, la familia. Hace unos días, el ilustre Mario Vargas Llosa nos deleitó con una graciosa pero sorprendente advertencia: la permisividad sexual está llevando a la pérdida del goce del sexo, el cual va inexorablemente unido al misterio que encierra todo lo que tiene algo de prohibido (eso porque aparentemente en las escuelas de algún país europeo la educación sexual está siendo llevada a un nivel tal que según él anulará todo misterio, entre otros –esto lo digo yo– el misterio del sida y el del embarazo, que seguramente exaltan el goce del sexo por parte de los ignorantes).
Hace más de 500 años Jorge Manrique legó a la posteridad sus memorables coplas a la muerte de su padre, sentenciando: “... cómo, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”. “El mundo es y será una porquería, ya lo sé” es la loa tanguera al carácter distintivo del siglo XX. Lo mismo, o cosas similares, se dijo siempre, en Occidente, desde Sócrates en adelante. Hasta donde creo saber, Confucio vivía harto de los gobernantes y burócratas chinos de su tiempo por considerarlos decadentes e ineficientes. Toda época parece ver sus problemas bajo una lente amplificadora. Que la educación secundaria produce jóvenes ignorantes, se decía –tengo bajo mis ojos un documento al respecto– en la Francia de 1830 y se siguió diciendo hasta hoy (implicación: la educación está peor hoy que en tiempos de Luis XVI); que la criminalidad llegaba a niveles intolerables y nunca vistos, se decía –igualmente documentado– en Francia y en Estados Unidos a comienzos del siglo XX; sobre la juventud sin valores y sin rumbo hay testimonios calificadísimos de grandes pensadores que vivieron hace siglos; la sexualidad y la reivindicación del goce sin prohibición y sin tabúes aparece y reaparece en la literatura de todos los tiempos. Esta lista no persigue otro propósito que subrayar que con notable frecuencia se piensa que las cosas están peor que nunca. Lo sorprendente de esa actitud tan recurrente es que implica que los humanos no aprendemos demasiado de las experiencias del pasado. Perdemos la perspectiva de los problemas que sufrieron las generaciones que nos precedieron. A menudo idealizamos el pasado: creemos que la destrucción del tejido social es un efecto del mundo competitivo y tecnificado en el que vivimos, perdiendo de vista las miserias de la vida social pre tecnológica –tal como Santos Vega lloraba la pérdida de la sociedad de los gauchos de las pampas, que en verdad ni siquiera era una sociedad–; hablamos, con razón, de la declinación de la calidad educativa, pero tendemos a olvidar que hasta no hace tantas décadas la proporción de analfabetos se contaba en varios dígitos; con frecuencia hablamos –también con alguna razón– de la pobre calidad de nuestra democracia, pero a veces parece que olvidamos que la Argentina vivió desde 1930 hasta 1983 bajo un régimen militar, y que en nuestro país hasta 1947 las mujeres no tenían derecho al voto. Con la misma frecuencia escucho o leo a colegas de las ciencias sociales afirmar que la pobreza aumenta en el mundo. O denostar a la “sociedad de consumo” con nostalgia de una supuesta sociedad mejor constituida, como si cien o doscientos años atrás la vida pública hubiera sido más virtuosa, la esfera privada hubiese estado más separada –para bien– de la esfera pública y la ciudadanía hubiese vivido más comprometida con lo público. Y a otros colegas, más sorprendentemente, idealizar la Edad Media por la calidad de la vida comunitaria que la sociedad industrial debilitó y la sociedad post industrial y post moderna definitivamente aniquila. Es una exageración atribuir a esa falta de perspectiva del pasado la raíz de nuestros problemas y nuestro mal desempeño como país –aunque por momentos estoy tentado de hacerlo.Porque la misma falta de perspectiva se encuentra en otros países donde las cosas andan notoriamente mejor que entre nosotros. De hecho, muchos de esos juicios desprovistos de proporcionalidad histórica provienen de personas que viven en esos países; también ellos nos informan que las cosas están peor que nunca y que el mundo post moderno no tiene destino. El hecho de que la expectativa de vida esté alcanzando en esos países los ochenta años les parece un mero detalle; cuando la expectativa de vida era la mitad, cuando lo probable era que una persona muriese a los cuarenta años, cuando la mayoría de la población era analfabeta, cuando transitar de una ciudad a otra era un riesgo inconmensurable, las mujeres carecían de derechos, piensan que las cosas eran mejores que ahora y que la humanidad tenía un destino que se ha perdido.
Todo es sin duda mejorable, y mucho más aun en esta Argentina declinante. Pero partir del supuesto de que estamos peor que nunca no es la receta para encontrar caminos hacia soluciones viables a nuestros problemas.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.