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Todos los días

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Sí, yo voy al gimnasio todos los días menos sábados y domingos, y fiestas de guardar, preciosa expresión que parece haberse perdido en el laberinto de los múltiples usos de la lengua, cosa que tiene su lado bueno y su lado malo. Guardar. ¿Guardar qué? ¿En dónde? ¿No será guardar(se) del pecado, las malas inclinaciones, los sueños sombríos, las palabras indiscretas y todo eso que contribuye a la perdición de las almas? En ese caso guardémo(nos) pero sin exagerar. Y cambiemos el rumbo porque yo de lo que quería hablar era de los gimnasios. El mío, ése al que voy todos los días menos aquellos en los que hay que guardar sea lo que fuere; el mío, decía, es casi como mi patio trasero, en fin, no trasero sino lateral porque está del otro lado de la medianera: salgo, camino diez pasos para allá, entro al patio delantero, golpeo la puerta de vidrio y las chicas de recepción me miran desde adentro y me sonríen buenos días.

No necesito guías ni ayudantes: conozco  mis aparatos como conozco mis muebles, mis enseres de cocina, mis cubiertos, mis cortinas. Y conozco pero ya no tanto a mis compañeros de horario. Digo ya no tanto porque van cambiando. Hace ya dos semanas que hay tres señores añosos y gordos que sudan la bicicleta, dos chicas jóvenes que deben haberse fracturado algo porque se descalzan y hacen piruetas sobre las pelotas de goma. Varias, no sé cuántas, señoras casi todas ellas rubias, que se tienden sobre la camilla y se quejan suavemente mientras el kinesiólogo les da consejos que ellas casi nunca siguen. Todos y cada uno y una con su botellita de agua mineral. Sin gas todo el mundo menos yo que con gas…cuando me acuerdo de llevarla, que no es muy seguido.

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No lo sé pero sospecho que debe haber varios rasgos que distinguen y reúnen a todo ese grupo que viene de barrios y oficios distintos, de edades y pretensiones diferentes, de inclinaciones y gustos disímiles, y que sólo se encuentran, a veces con cortesía, a veces con fastidio, a veces con indiferencia, en esa circunstancia que tiene un algo de tratamiento médico, otro algo de reunión social, otro más de obligación impuesta  y quizá una brizna, un mínimo aunque sea, de huida hacia un horizonte desprovisto de escritorios y ficheros o lavarropas y enceradora en el cual soñar con el premio mayor de los doscientos metros llanos.

Y sin embargo no parece que hubiera lugar para soñar. Los músculos son exigentes, las articulaciones son demandantes, el aliento es corto, y allá adentro las vísceras rosadas o grisáceas, adaptables y bonachonas cuando se las trata adecuadamente, se hacen sentir cada vez que uno de los señores de la bicicleta resopla o una de las chicas descalzas se ríe. No, las señoras rubias son discretas. Suelen sonreír y mover la cabeza apaciblemente como si estuvieran en un museo o por qué no, en un templo. Sonríen al entrar, saludan apenas y me parece que se escandalizan un poco porque yo no soy discreta: saludo fuerte, como desde la vereda de enfrente, me río bastante, protesto a voz en cuello porque no le han cambiado la pila o la batería o lo que sea al reloj de pared y entonces ya no sé si estoy atrasada o si me he apurado demasiado, ay, no, que no voy a tener tiempo para la elongación. La elongación, por favor sea discreto y no se lo diga a nadie, es más importante que la movilidad y el esfuerzo juntos o separados.

A veces uno de los señores gordos renuncia a la bicicleta y ya no sé si cambia de aparato o se va directamente a su casa  a darse una ducha y comentar cuántos centímetros de barriga ha logrado reducir con esas horas de bicicleta que no va a ninguna parte. Ah, pero un momento: el lugar en el que están las bicicletas y las cintas tiene sus compensaciones entre las que se cuenta, en forma suprema, el televisor. Sin voz, claro, porque si se oyeran las voces de la pantalla, cubrirían los suspiros, los esfuerzos y los carraspeos que vienen a ser casi como confesiones: miren miren, oigan oigan cuánto esfuerzo, cuánto denuedo, empuje y vigor. Vean cómo voy llegando a eso que tiene que llegar a ser mi cuerpo, vean, no se lo pierdan. Pero no: sin voz ni música vemos choques, crímenes, candidatos a algo que prometen algo, bocas que ríen o hablan y que nos ahorran el fastidio de oír.

Y llegamos a hasta mañana, diez pasos, a casa.