La Ciudad de Buenos Aires anunció que en los próximos dos años contará con cinco nuevas estaciones de trenes subterráneos que se sumarán al desintegrado sistema de transporte porteño con una lentitud decimonónica, mientras las bicisendas se multiplican sin ton ni son a un ritmo delirante. A los ya inútiles carriles habilitados en las calles Virrey Cevallos y Rincón se suma ahora, en mi barrio, le de la calle Carlos Calvo.
Entendámonos: toda ciudad moderna cuenta con carriles habilitados para el tránsito de ciclistas, y está bien que así sea, pero la habilitación de bicisendas no convierte a una ciudad en moderna ni resuelve sus problemas de transporte.
Antes de la privatización de los ferrocarriles, los trenes urbanos incluían un vagón específicamente destinado a las bicicletas y sus usuarios. Todo eso de-sapareció cuando las empresas concesionarias se hicieron cargo del servicio. Admitida la hipótesis del tránsito ciclista a lo largo y a lo ancho de la Ciudad de Buenos Aires (lo que, en la práctica, no se verifica), habría que preguntarse qué tendrá que hacer el desprevenido pedaleante una vez que ha traspuesto los molinetes de Retiro: ¿dónde ubicará su ciclovehículo?
Los problemas de transporte de la Ciudad de Buenos Aires no admiten soluciones parciales, que funcionan como parches que empeoran lo que existe: las calles Virrey Cevallos y Carlos Calvo, por las cuales hasta ahora era bastante fácil circular en auto, se han vuelto imposibles desde que se instaló el caprichoso propósito de unir una nada con otra.
En Berlín, en Londres y en Nueva York, ciudades planas como Buenos Aires (y, por lo tanto, aptas para el pedaleo), los carriles para ciclistas son como la frutilla de la torta de un sistema diseñado integralmente.
Ya me he referido a los casos de Berlín y Nueva York. Es el turno de Londres, que tiene justa fama de ser una ciudad cara y con un sistema de transporte ine-ficiente.
Como cualquier otra ciudad moderna, el transporte en Londres está totalmente unificado, organizado en anillos (los datos que suministro corresponden a viajes entre las Zonas 1 y 2, de las cinco que tiene la ciudad) y el sistema tarifario contempla reducciones entre el boleto sencillo, el pase diario, el pase semanal, el mensual y el anual. El pase diario sale más de cinco libras y medias, el costo diario con pase semanal se reduce a 3,60 (25 libras por semana). En Buenos Aires, como sabemos, nadie puede viajar diariamente por 3,60 –los mensos siempre pretenden convertir divisas a pesos (úsese la cotización promedio de 5,85, en ese caso)–, a pesar de que el sistema de transporte de una ciudad no ha sido diseñado para turistas extranjeros, sino para sus habitantes.
Los pases otorgan derecho a tomar cualquier medio de transporte (trenes subterráneos, trenes elevados, buses) en las áreas para los cuales fueron comprados. Los pocos medios no incluidos en la tarjeta oyster (los clippers del Támesis, por ejemplo) otorgan descuentos del 30% en sus tarifas a quienes la posean.
El sistema, pese a los prejuicios, es bastante barato, pero no tan eficiente: los trenes dejan de funcionar antes de la medianoche y son pocas las líneas de buses que tienen servicio nocturno, pero durante el día, todo funciona bastante bien. Además, permite a los londinenses ahorrarse las prohibitivas tasas que circular en automóvil por la Congestion Charge Zone (CCZ, que coincide grosso modo con las Zonas 1 y 2 de transporte público) impone: ocho libras por día y por vehículo entre las 7 am y las 6 pm, de lunes a viernes, con multas que van desde las 60 a las 180 libras por contravenir el impuesto. Con esas tasas y tarifas, el sistema de transporte londinense, aún cuando no se autosustente, no deja de crecer, y ése tal vez sea el punto de comparación más notable con una ciudad como Buenos Aires.
En Londres, el sistema de transporte recauda, gracias al Congestion Charge, 125 millones de libras por año, que son, para una ciudad como Londres, más bien poco. Por eso, el sistema de transporte londinense emitió un bono a treinta años en 2005, por 200 millones de libras y con un rendimiento del cinco por ciento.
Los bonos a cinco años que colocará el Gobierno de la Ciudad por quinientos millones de dólares para financiar su imaginación de cabotaje tendrán, para sus tenedores, un rendimiento del 12,5% anual. La suma de esos intereses habrá que descontarlos del total de lo efectivamente recaudado. Macri, se ve, prefiere la bicicleta (financiera).