Existen diversas pesadillas urbanas; la ciudad de Buenos Aires está en vías de convertirlas, a todas, en realidad. Existen por ejemplo, las pesadillas del atascamiento crónico: utopías negativas y desoladoras del tránsito trabado y detenido para siempre, forma abierta del encierro y de la asfixia por la que el automóvil, promesa cultural de liberación, se convierte en celda. Pero existen también las pesadillas contrarias, pesadillas de ambulación sin fin: utopías negativas y frenéticas de una circulación continua, que nunca habrá de tener fin, por la que el movimiento, promesa filosófica de cambio, muta en una condena a lo siempre igual.
Pues bien, cualquier porteño sabe que en Buenos Aires la circulación ya casi se ha vuelto imposible. La impiden las aglomeraciones vehiculares, las barreras ferroviarias de larga duración, los cortes de calles por obras (y no por obreros), el engalletamiento general del tránsito. Quien quiera avanzar en las calles de la ciudad comprenderá que es imposible; pero también al que quiera estacionar su auto le va a resultar imposible hacerlo. No hay más ningún lugar donde parar. Se unen, para tal impedimento, los voraces recaudadores de las fotomultas arteras, los vecinos a los que se les canta pintar de amarillo su cordón, y los amigos verduleros que deciden hacer suyo el espacio público de su frente apilando unos cuantos cajones rotos a la vera de la vereda que les toca.
Al menos hay que admitir que se está poniendo coto a los locos de la velocidad. Que sepan estos Schumacher que Buenos Aires no es para ellos. Los pozos criminales que distribuye la ciudad, en especial en las arterias recientemente asfaltadas, prometen la muerte a todo aquel que circule a más de siete u ocho kilómetros por hora.