Leí en un “prestigioso matutino”, como dicen los diarios cuando hablan de otros diarios, que nos apuramos demasiado. Parece que para ser feliz hay que disminuir la velocidad, y no me refiero al auto sino a la propia persona de una. Resulta que antes de eso hay un paso previo: el que sostiene que nos apuramos persiguiendo la felicidad. Celulares, estrés, infartos, arritmias, colesterol, trastorno bipolar (que se llamaba maníaco-depresivo), iPods, etc., y nuestra propia ansiedad, todo eso en vez de acercarnos, nos aleja de La Felicidad. Entonces una piensa qué es la felicidad y resuelve que no la hay. Me explico: hay tantas felicidades como personas sobre el mundo. Mi felicidad, detrás de la cual se supone que ando corriendo todo el día y parte de la noche, consiste en escribir novelas. Pero la de Etelvina, por ejemplo, en jugar al bridge tres veces por semana, escuchar conciertos y pintar paisajes al óleo. Otras felicidades consisten en: dinero, religión, farándula, cirugías plásticas a granel, fama honor y gloria, llegar a héroe o heroína nacional, cruzar el estrecho de Magallanes a nado (la señorita Mato se adelantó con lo de las Malvinas, que era un poquito más fácil), el amor eterno, la vuelta al mundo en ochenta días o en ochenta horas, la belleza inmarcesible, el Premio Nobel de Medicina (puede ser el de la Paz e incluso el de Química o Física, no sé muy bien cuál). Y parece que la humanidad corre detrás de esas felicidades y no se da tregua para meditar, orar, hacer yoga o lo que sea que no implique carreras detrás de algo. Ya me la imagino a La Felicidad huyendo desalada para que no la alcance algún matrimonio sediento de sangre, poder, dinero y todo lo que eso trae. Pobre. La Felicidad, digo.