Cuántas veces decimos u oímos eso de “si mi mamá estuviera aquí...”, “si mi papá oyera esto...”, y claro, por qué no, si mi papá escribía en una Underwood semiportátil y mi mamá cosía en una máquina Singer a pedal.
Y yo redactaba muchas cartas por día y después me iba al correo con los sobres en la mano y las mandaba a veces simples, a veces certificadas y en ocasiones especiales por expreso aunque eran carísimas, costaban como treinta y cinco centavos cada una.
Ahora escribo mails (que traten de perdonarme los puristas del idioma aunque les resulte difícil, pero me es más cómodo, más corto, más gráfico y más práctico poner mails que poner correos electrónicos), dejo caer el dedo sobre “enviar” y lo que escribí aparece en la pantalla de la computadora de mi amiga Susana pongamos por caso o de mi asesor legal pongamos por otro caso.
Oh, si mi papá estuviera aquí..., oh si mi mamá viera esto..., cómo se asombrarían.
Una ya no se asombra: una ya se acostumbró, y lo que es más interesante, a una se le dispara la imaginación y piensa en lo mucho que todavía está por inventarse.
Bueno, sí, ya lo sé, la humanidad ha inventado cosas atroces y sin duda lo pasaríamos mejor y dormiríamos más tranquilos si no hubiera metralletas, cañones, bombas atómicas o no, revólveres, pistolas y todo eso que sirve para matar.
También sé que hay un montón de cosas que sirven para curar y otro montón de cosas que sirven para vivir.
Somos polifacéticos; malintencionados pero polifacéticos. Faltan cosas imprescindibles, es cierto, pero ojalá las inventemos sin mala intención.
Pacíficamente. No es imposible: el siglo XX nos dio tres revoluciones incruentas, sin sangre ni armas, no lo olvide, y por si acaso les recuerdo a los cabecillas de esas revoluciones, o sea: Pablo Picasso, Sigmund Freud, Clara Zetkin, que por si lo ha olvidado se lo recuerdo, pronunció por vez primera la palabra que ya venía en la conciencia: feminismo.