COLUMNISTAS

Tristes trópicos

Los argentinos, que cultivamos la milonga en contra del sambódromo, oscilamos entre dos terrores simétricos (e igualmente falsos), la inminente revolución o el golpismo en ciernes.

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Los argentinos, que cultivamos la milonga en contra del sambódromo, oscilamos entre dos terrores simétricos (e igualmente falsos), la inminente revolución o el golpismo en ciernes (de lo cual, sospechamos, cada ley y resolución ministerial que se discute es un indicio claro). Ninguno de esos dos finales de la historia, sin embargo, nos tocará con sus pálidos dedos. Si preferimos sentirnos al borde de cualquiera de esos abismos y ponernos a gritar con toda la fuerza de la que son capaces las aves de advertencia (los teros, por ejemplo) es para que no se note dónde están y dónde no los huevos.

Un amigo que participa del entusiasmo por el balompié con una pasión inversamente proporcional a la que yo soy capaz de desarrollar por ese espectáculo de masas, se quejaba amargamente noches atrás (en un restaurante croata al que habíamos ido para despedir el invierno) sobre la decisión de los organismos internacionales de deporte, que no sólo establecieron a Brasil como sede del mundial de fútbol 2014 sino que, además, consagraron a Río de Janeiro como la sede de los Juegos Olímpicos de 2016. Otro amigo, igualmente amargado, desdeña la existencia misma del gigante sudamericano diciendo que eso no es un país sino una mera ocurrencia de los Braganza (la casa imperial luso-brasileña).

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Yo recordé los años en los que se discutía si Buenos Aires debía aceptar o no la instalación de una sucursal del Museo Guggenheim, que se resolvió (naturalmente) cuando los responsables del proyecto decidieron favorecer (o perjudicar, según se prefiera) a los cariocas, como un argumento más a favor de la constatación abrumadora de que Brasil, esa entelequia, es capaz de quedarse con cuanta cosa suelta ande dando vueltas por el mundo. Cité también las estancias de Lévi-Strauss en San Pablo y las conferencias de Foucault en Río. Pensé en la cantidad de veces que me senté en la terraza del Hotel Gloria para ver aterrizar los avioncitos del puente aéreo en la Bahía de Guanabara y, como tantas personas en estos días de brasileñización del mundo, me pregunté cómo y por qué habíamos llegado a ser tan pálido reflejo de aquéllos que siempre, en toda circunstancia, nos parecieron personajes simpáticos y mononeuronales que jamás podrían competir con nosotros en otra cosa que la organización de fastos carnavalescos. Algo debe de haber sucedido para que hoy nos estén vendiendo aviones o decodificadores digitales y organizando programas de formación doctoral binacionales para los que nos contratan por el único talento que, comparativamente, todavía podemos arrogarnos: el atrevimiento (correlativo de una cierta capacidad de grito).

En uno de sus libros más notables, Tristes trópicos, Lévi-Strauss comparó la tropicalia americana (Brasil) con la asiática (India). El creyó ver que el costado americano de esa franja de lujo representaba el futuro de la humanidad (es decir, de Europa), mientras que la India era en cambio el pasado agónico de la especie, hundida bajo su propio peso y su miseria, directa consecuencia de una relación invasiva con el territorio. Lévi-Strauss creyó ver en el delicado equilibrio entre habitantes y kilómetros propios de la Amazonia y sus zonas aledañas un modelo de mundo.

La burguesía brasileña (o los herederos de los Braganza, si nos ponemos muy conspirativos) no pensaba, con seguridad, del mismo modo, y por eso se entregó a estimular el crecimiento descomunal del mercado interno de Brasil, país que en pocos años (los que dura una vida) multiplicó varias veces su población y, consecuentemente, sus industrias.

Hoy Brasil está lanzado a convertirse en la quinta economía mundial en pocos años, a desterrar los escandalosos índices de desigualdad que caracterizaron su proceso de desarrollo (el “modelo” brasileño) y a mejorar la calidad de su sistema educativo que, a diferencia del nuestro, se preocupó antes por la educación superior que por la educación universal.

Mejor nos iría si, de cara al Bicentenario, reconociéramos de una vez por todas que la historia, lejos de terminársenos (de un modo o de otro), nos pasó por encima ya varias veces y que no hay nidos ni huevos que esconder con tanto escándalo.

Vuelvo a proponer, como años atrás, la consigna “Agora anexao” y a suplicar secretamente que los Braganza decidan considerar a nuestra triste patria como “O Estado do Rio da Prata do Sul”. Después de todo, si las naciones son construcciones históricas, la nuestra ha demostrado ya suficientemente su incapacidad para lidiar con nuestras imposibilidades.