COLUMNISTAS
Minas

Turismo horror

Rafaelspregelburd150
|

La representación de la catástrofe es –más allá de toda moral– irresistible a los apetitos del alma, siempre confundida. Porque en la catástrofe, a diferencia de la tragedia, los acontecimientos suceden a una velocidad tal que entierran sus causas, y devienen puro efecto. Y esto fascina al ojo: saltar la valla de la razón y enfrentarse a las cosas como si éstas no tuvieran propósito.

La puesta en escena de lo catastrófico nace junto con la idea de representar. Si bien los griegos se disfrazaron el procedimiento bajo la coartada de la tragedia, en los clásicos ya coexisten elementos trágicos y catastróficos. En la tragedia, las cosas avanzan hacia su propia destrucción, merced a una flaqueza de espíritu del protagonista, algo a lo que no puede poner freno y que lo destruirá: su ambición (Macbeth), su resentimiento (Ricardo III), sus celos (Otello), incluso su amor (Julieta). Tal clasificación supone un ingrediente moral: la “flaqueza de espíritu” dependerá de cuáles sean nuestras mejores creencias. En la catástrofe, en cambio, la moral está anulada. Las cosas desbarrancan porque sí, sin que nadie haya flaqueado.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Si la representación de la catástrofe es muy gozosa (sobre todo en tanto sea “representación”), me quedan más dudas acerca de la espectacularización de la catástrofe.

Vean por caso: los mineros chilenos siguen bajo tierra. Me corre un frío por la espalda cuando escribo “vean por caso”. ¿Es moral que esas vidas sean un “caso” en una columna sabática? Además de intentar rescatarlos en unas cápsulas diseñadas ad hoc, levantarles la moral o darles esperanzas, otras actividades comienzan a mostrar cuán compleja es el alma. Parece que en cercanías de las minas (si hemos de creer el mito que corre) organizan excursiones para mostrar al público cómo es estar enterrado en los túneles. Esto, que podría darnos asco, es también muy fascinante. Estuve una vez en Gales, y la excursión más memorable fue la de Pwll Mawr, la legendaria mina de carbón de Blaenavon, que la Thatcher cerró en los 80 para dejar a millares de mineros en la calle. La excursión consiste en bajar por los túneles y escuchar de boca de los guías-mineros cientos de maneras distintas de morir en horas de trabajo. Te obligan a dejar encendedores, relojes, celulares, esperanzas, cualquier cosa que pueda hacer chispa. En las minas puede haber fugas de gas, derrumbes, inundaciones, falta de oxígeno (un canario en una jaula oficia de testigo) y más calamidades que hacen las delicias de los turistas.

No dudo del valor de estas delicias. Después de todo, en las ficciones y en el turismo queremos suprimir la razón. La vocación de minero es inexplicable. Los desempleados galeses añoran el pasado de riesgo, de coraje, de vida miserable que dejaron con el cierre. Hablan con lágrimas en los ojos de sus abuelos y padres mineros, todos muertos de manera escandalosa. Tal vez sean esas mismas lágrimas, emanaciones inexplicables de la ignota sustancia de la que está hecha el alma humana, las que vierten mineros y familiares chilenos. Y ahora –también– turistas.