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Un adiós a la escritura a mano

16-4-2023-Logo Perfil
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Ahora que lo pienso, hace mucho que no escribo a mano. Antes solía hacerlo, aunque detestara mi caligrafía, deforme y fea. En una época tomaba notas en libretas de cosas que me ocurrían, hasta que preferí someterlas al filtro de la memoria: dejé de tomar notas, de ese modo, lo que quedaba en el recuerdo pasaba a ser considerado digno, y el resto pasaba al olvido. Una dignidad ficticia aquella, porque recordar algo no era garantía de calidad alguna. Simplemente empezó a parecerme terriblemente mezquino eso de andar anotando cualquier cosa que me pasaba por la mente, tarea por otra parte inútil, porque rara vez volvía a leer lo escrito. Pero el hecho de recurrir al lápiz, por más repugnante que fuera, para tomar nota de algo hace que ahora extrañe un poco ese hábito: mi caligrafía no solo se volvió más torpe, insegura y angulosa, ahora es decididamente indecifrable.

De la escritura a mano habla en The Atlantic la periodista estadounidense Rachel Gutman-Wei. Hubo un tiempo en que la escritura a mano podía definir ciertas tipologías de las personas. Errada o no, era una forma de intentar conocer al que teníamos delante o al lado. Desconozco no solo la caligrafía de mis compañeros de trabajo, sino incluso la de mi propia pareja y la de mis hijas. Y eso es indicativo de algo. Hay otras herramientas para conocer a alguien, se me dirá, y eso es cierto, sus posteos en las redes sociales hablan mucho de ellos, pero no es equivalente: en las redes uno suele mostrarse como quiere ser, no como es. La escritura a mano servía como una extensión del alma. 

Dice Gutman-Wei que hasta el siglo XIX, al menos en Estados Unidos, la escritura manual no era ante todo un indicador de la propia clase social y de la profesión. Los abogados usaban una escritura particular, los aristócratas otra. Algo de eso queda hoy en la escritura de los médicos. Incluso hombres y mujeres utilizaban caligrafìas distintas: los hombres solían usar una caligrafía “robusta”, mientras que las mujeres escribían en itálicas, como si todo lo que querían decir fueran títulos de libros. 

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La idea de que la escritura manual puede ser vehículo de cierto conocimiento acerca de quien escribe se remonta al siglo XVIII, cuando la aparición de la máquina de escribir era vista al mismo tiempo como un progreso y una amenaza. En 1840, Edgar Allan Poe publicó sus estudios sobre las firmas de varios escritores y las correspondencias entre sus escrituras manuscritas y sus estilos literarios. Por ejemplo, en Longfellow veía “la fuerza, el vigor, la brillante riqueza”, así como “la deliberada y sólida finura de sus composiciones”. En la firma de Lydia Sigourney, en cambio, veía “libertad, dignidad, precisión y gracia, pero ninguna originalidad”.

Gutman-Wei entrevista a Tamara Plakins Thornton, una historiadora de la Universidad de Buffalo, autora del libro Handwriting in America. Thornton dice: “Quiero ser clara: la grafología es una estupidez”. En realidad es más que clara. Los factores innatos de una persona no afloran en la escritura, o en todo caso, si afloran son pocos. “La escritura manuscrita puede usarse para diagnosticar una condición que influencia la motricidad fina de una persona, como el mal de  Parkinson, pero no se puede aprender nada sobre el sentido moral de una persona viendo si pone o no la rayita en la ‘t’”. Rachel también es más que clara. De modo que todo lo que  podemos entender de la escritura manuscrita, a lo sumo, es cómo una persona socializa y se presenta ante el mundo. Pero dicho así parece poco y no lo es.

La escritura de emails, que hacemos todos los días, es siempre apresurada y es indicativa de cierta pereza. Si hoy yo recibiera una carta escrita a mano, sin importar lo que dijera, agradecería el tiempo y el trabajo que alguien se tomó solo para hablar conmigo.