Y entonces, de un momento a otro, uno se da cuenta de que se puso grande, y aunque cada vez tiene menos tiempo y menos paciencia, trata de seguir leyendo a un ritmo sostenido –dos o tres libros por semana, en el mejor de los casos– aunque haya tan poco que valga la pena. Cada vez interesan menos las anécdotas, las tramas, las historias –esos fetiches–, y crece la desesperación por encontrar en una novela o un libro de cuentos cierta respiración, una cadencia, esa voz que hace a un autor único. Lo dicho: llegada cierta edad, la vida del lector se vuelve casi burocrática, y pasan semanas y hasta meses sin que aparezca un libro interesante. Llegado este punto quedan, básicamente, dos alternativas. La relectura –de hecho se dice que los escritores suelen dejan de leer, en promedio, alrededor de los cincuenta años, y que desde entonces se olvidan de sus contemporáneos y sólo vuelven a los libros que quedaron fijados en sus memorias– y la otra, menos frecuente y más utópica: esperar a que se materialice en nuestra bitácora de lectura un nuevo escritor (o un escritor no tan nuevo pero hasta entonces desconocido, es lo mismo), y disfrutar de esa sorpresa que es como empezar a leer de nuevo, o leer literatura por primera vez. Y aunque los principios importen cada vez menos, al igual que los remates, cómo quedar indiferente frente al primer párrafo de Llenos de vida, una de las ocho novelas de John Fante, la única que faltaba traducir al español y que acaba de ser publicada: “La casa era grande porque nuestros proyectos también lo eran. El primero ya estaba allí, un bulto en el vientre de la futura madre, un bulto en movimiento sinuoso, deslizante y escurridizo, como un nido de serpientes. En las horas tranquilas que preceden a la medianoche, pego la oreja al lugar y oigo un rumor como de arroyo: gorgoteos, succiones, chapoteos”.
En ese primer párrafo está contenida buena parte de la atmósfera literaria de los libros de Fante (Estados Unidos, 1909), cuya obra más difundida es la tetralogía que tiene a su álter ego, Arturo Bandini, como protagonista –Espera a la primavera, Bandini, Pregúntale al polvo, Camino de Los Angeles y Sueños de Bunker Hill– y que relata, a grandes rasgos, la vida de la inmigración europea durante la Gran Depresión de los años 30. Llenos de vida pertenece a la segunda serie de su producción novelística, cuando Fante escribe no ya sobre Bandini sino sobre un escritor que se llama John Fante, que ha dejado provisoriamente la pobreza, mientras en los Estados Unidos, Segunda Guerra mediante, comienza a moldearse el mito del “modo de vida americano” –el renacer de la moral religiosa y la seguridad económica: el sueño de la casa en los suburbios, los hijos, la industria del confort hogareño–, cuyo reverso tan bien describiría John Cheever en sus relatos. Luego de esta novela escrita en 1952, tan breve como intensa, Fante abandonaría la literatura y se instalaría en California a escribir guiones para los estudios de Hollywood.
Como sucede también con la mayoría de los escritores, su obra pasó inadvertida hasta su muerte. Y necesitó de una voz consagrada que la rescate de un olvido casi seguro. En este caso el médium fue un escritor que ni en sus mejores libros alcanzó su estatura, aunque vendió muchos más libros que él: Charles Bukowski declaró que Fante había sido su dios literario, y que su obra estaba contenida en la sombra que proyectaba la de Fante. Ahora que Bukowski es apenas un autor de iniciación a la literatura, al menos habrá que reconocerle ese gesto.