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Un ballo in maschera

16-4-2023-Logo Perfil
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Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas, y parece que en lo que se refiere a fiestas el siglo XX no puede olvidar la que en 1966 brindó Truman Capote en honor a Katharine Graham, entonces la directora del Washington Post, pero en realidad en honor a sí mismo. Tan monumental fue esa fiesta, tan grandiosa, tan perfecta y tan chic que se la considera “la fiesta del siglo”. Y de hecho ese es el nombre de un libro publicado en 2006 de Deborah Davis, The Party of the Century, 320 páginas dedicadas a narrar las razones, los preparativos, los incidentes y el desarrollo de una fiesta, simplemente eso. 

Capote siempre había soñado con una fiesta como esa, y fue por eso que su fiesta soñada se hizo realidad. Una fiesta de esas que nunca volveremos a ver, llena de gente interesante, exótica, inteligente y creativa, 540 invitados de lo más atractivo de la sociedad americana y europea de entonces. Ninguna otra fiesta volvió a tener tanta relevancia mediática, de ninguna otra fiesta existen tantas, pero tantas fotos. Deborah Davis trata de explicarse en su libro cómo “un evento organizado por un escritor, no por una estrella de cine, un líder político o un miembro de la realeza, pudo lograr el tipo de atención que habitualmente se asocia a los estrenos de películas, a las inauguraciones y las coronaciones”, y qué empujó a los invitados, “las personas más famosas, talentosas y sofisticadas del mundo, a tirarse de cabeza en los preparativos para la fiesta con el entusiasmo de los niños que están por vivir su primer día de Halloween”.

En el mismo salón del Hotel Plaza de Nueva York, se reunió toda esa gente a hacer lo que se suele hacer en las fiestas: comer, charlar y bailar; en suma: ver y ser visto. Pero aquella fiesta fue tan magnífica que nunca nadie logró equiparar tanto cuidado, tanta perfección organizativa y tanto interés general. Dos condiciones debían cumplirse para asistir a ella: haber sido invitado, naturalmente, era la primera, y la segunda era vestir de blanco las mujeres y de negro los hombres; y llevar máscaras. Podían ser las más simples, como la que llevaba el propio Capote, que había comprado en una casa de artículos cotillón por 39 centavos. 

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La fiesta no conmemoraba nada, los invitados no debían pagar para juntar dinero por una buena causa. Capote eligió a Katharine Graham como destinataria simplemente porque poco tiempo antes había quedado viuda y él quería levantarle el ánimo. 

La selección de los invitados, cuentan algunos, le deparó meses a Capote: apenas tomó la decisión de hacerla, comenzó a andar siempre con una pequeña libreta donde anotaba y tachaba nombres. Cuando la lista estuvo lista se la entregó a su asistente y se dedicó a alimentar expectativas. Esa lista era, dice Davis, “una verdadera obra maestra de ingeniería social”, que estableció quién importaba y quién no en Nueva York. Los que no habían sido bendecidos con la invitación, el día de la fiesta salieron de la ciudad, para que el mundo creyera que la razón de su ausencia eras que estaban demasiado lejos. Todo se conmocionó: en Nueva York esa noche desaparecieron los taxis, las casas que ofrecían servicio de limousine desconectaron el teléfono, el aeropuerto de La Guardia tuvo que cancelar los vuelos de línea, porque no dejaban de aterrizar los jets privados cargados de senadores, políticos, embajadores y empresarios. Pero hubo abundancia de artistas: Harper Lee, la amiga de infancia de Capote, Christopher Isherwood, Norman Mailer, Philip Roth y James Baldwin, John Steinbeck, Irwin Shaw y Robert Penn Warren, Tennessee Williams y Arthur Miller y Andy Warhol. 

Haría falta un análisis más minucioso, pero al casamiento de Maradona y Claudia Villafañe en el Luna Park el 7 de noviembre de 1989 asistieron 1.200 personas. Tal vez hay allí una fiesta que pueda competir con la de Capote.