Borges sostenía que el argentino no se identifica con el Estado y de hecho éste resulta una “inconcebible abstracción”. La idea de Borges puede servir para explicar por qué, si bien vivimos preocupados por cómo pagar nuestras cuentas personales, no nos preocupa que no cierren las cuentas públicas.
Nos preocupa cómo llegar a fin de mes, pero no nos preguntamos, por ejemplo, cómo se pagará el subsidio al consumo de electricidad al gas natural, o a los colectivos. Priorizamos una compra sobre otra cuando administramos nuestros ingresos, pero esa priorización no parece importar cuando se paga con dineros públicos. Hay preocupación por las cuentas personales, pero no sobre las colectivas. Desde 2009 que “el Estado” –esa abstracción inconcebible– gasta más que sus ingresos. Es decir, gastamos más que nuestros ingresos.
Las cuentas del primer trimestre de 2015 muestran un marcado deterioro del déficit fiscal. Los gastos aumentaron 42% anual, por encima de la inflación, y los ingresos 30% anual, desacelerándose conforme a la menor inflación y el bajo ritmo actual de devaluación, pero también por el derrumbe del comercio exterior y su impacto en los ingresos fiscales relacionados con importaciones y exportaciones. En criollo, no sólo gastamos más que nuestros ingresos sino que esta brecha aumenta cada vez más.
Esta dinámica llevó a que el déficit primario de los primeros tres meses, neto de transferencias de la Anses y BCRA, ascienda a $ 45.673 M y el déficit fiscal (luego del pago de intereses) a $ 58.314 M. Es decir, en un solo trimestre el agujero real de las cuentas públicas es superior a lo proyectado en la Ley de Presupuesto para todo el 2015 ($ 49.634 M).
El agujero fiscal financiado vía emisión es una de las principales causas de los problemas económicos actuales (inflación, atraso cambiario, estancamiento de la actividad económica) y una de las peores herencias que dejará el actual gobierno. Sin embargo pareciera no afectar el humor de la gente. De hecho, la confianza de los consumidores y en el Gobierno continúa en aumento, producto de la desaceleración inflacionaria y la calma cambiaria, con el estancamiento económico siendo percibido como estabilidad. Es que la expansión fiscal puede tener efectos positivos de corto plazo sobre nuestro humor mientras que los inevitables costos no son inmediatos. En efecto, la dinámica del gasto generará presiones sobre una economía ya distorsionada, pero esos límites probablemente serán percibidos recién cuando desemboquen en presiones cambiarias e incertidumbre, hacia la última parte de este año.
Para quienes vivimos en la Ciudad de Buenos Aires, las facturas de electricidad muestran de forma explícita cuánto pagaríamos por el mismo consumo eléctrico en Córdoba, en Santa Fe, en San Pablo (Brasil), en Montevideo (Uruguay) y en Santiago (Chile). Nos muestran que pagaríamos entre siete y 27 veces más. Pero eso no nos alarma, no nos preocupa cómo se está pagando esa diferencia.
Sin embargo, la estructura de gastos e ingresos actual está tan distorsionada, que una devaluación sin cambios en las tarifas tiene un impacto negativo en las cuentas públicas. Así sucedió en el 2014, debido a que el impacto fue superior en los subsidios que en las retenciones. Este año, no obstante, el bajo ritmo de devaluación no mejora las cuentas fiscales debido al impacto de los menores precios internacionales de las commodities (la soja en particular) en la recaudación vía retenciones, lo que sumado a la acelerada dinámica del gasto por motivos electorales, impide “sacar provecho” de las menores importaciones de energía por la fuerte caída del precio de los combustibles.
Sin dudas las cuentas fiscales enfrentan una inercia insostenible. Incluso suponiendo que la aceleración actual del gasto tiene que ver en parte con un adelantamiento respecto al proceso electoral (buscando que se sienta plenamente el impacto de la expansión fiscal al momento de las elecciones) y, por lo tanto, la dinámica del gasto podría ser inferior en la última parte del año, el 2015 cerrará con un déficit primario (antes del pago de los intereses de la deuda pública) en torno al 5,4% del PIB, y con un rojo fiscal financiero del 6,1% del PIB, lo que implica el mayor desequilibrio desde mediados de los ‘80.
Las cuentas no cierran, pero cómo se financiará ese rojo, es decir cómo se pagará, parecería ser “preocupación de economistas”. Considerando las necesidades de financiamiento (déficit primario y los vencimientos de deuda), las fuentes son insuficientes. Posiblemente el ajustado programa financiero que enfrenta el Gobierno obligue a modificar nuevamente la Carta Orgánica del BCRA (o reinterpretarla) o intentar una colocación de deuda en dólares por un monto de magnitud en comparación con lo colocado hasta el momento. Esto no excluye que el financiamiento vía emisión monetaria a través de Adelantos Transitorios y utilidades contables del BCRA aumente en la segunda mitad del año, pero sería insuficiente con los límites actuales.
Posiblemente una reinterpretación o modificación de la Carta Orgánica del BCRA no afectará el humor de la gente, aunque en la práctica no resultará inocuo para el ciudadano de a pie. Si el agujero fiscal continúa financiándose casi exclusivamente vía emisión monetaria se acelerará la inflación y las presiones cambiarias serán mayores. Esto no parece preocupar al gobierno saliente, que fiel a su ADN prioriza al tiempo electoral y acelera el ritmo del gasto. La alternativa serían fuertes colocaciones de nueva deuda, pero resultan difíciles para el mercado externo y exageradas para el interno.
En síntesis, al igual que en nuestra economía personal vivir gastando más que nuestros ingresos implica costos. A nivel macroeconómico, en un contexto donde no es fácil o barato pedir prestado, estos costos se traducen en más inflación, atraso cambiario y estancamiento económico. No sólo implica que “las cuentas públicas” –aunque sean inentendibles– no cierren, sino que nuestro bienestar se ve comprometido. En definitiva, el desequilibrio fiscal actual –que sin dudas no es una abstracción– es inconcebible.