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Un entredicho

Justicia 20221231
¿Injusticia? | Sang Hyun-Cho / Pixabay

El gustoso de increpar prefiere, como coto de su caza, los aviones, los aeropuertos, los buques que cruzan el río, los restaurantes de cierto nivel: sitios en los que, a su criterio, los increpados no deberían estar; lugares que, a su criterio, no tiene por qué compartir con ellos. Aunque agrede abiertamente, en principio en forma verbal, no se siente un agresor, sino siempre un hacedor de justicia. Justicia por grito propio, como variante de la mano propia; justicia en sus distintas instancias: el gustoso de increpar es fiscal (vocifera su acusación), es juez (brama sus veredictos, que solamente dicen “culpable”) y especialmente es verdugo (se ocupa de aplicar las penas, que no son otras que esas mismas imprecaciones que profiere).

Del increpado se espera la callada sumisión del que admite el castigo que le toca, aunque pueda no parecerle justicia sino mera prepotencia de un sacado que se le atravesó. Se espera que guarde silencio, porque guardar silencio no es su derecho, según se suele decir en películas y en series, sino su deber (“¿Pero qué? ¿Encima pretende hablar? ¿Encima hay que escucharlo?”). Se espera que soporte todo, adoptando una tesitura estoica (“¡Que se la banque, que se la banque!”). O mejor aún, para goce del escrachador y de los que en breve se sumarán a una feroz lapidación verbal colectiva comentando el videíto que pondrá a circular la escena: que el increpado se amedrente y recule, que retroceda espantado (“¡No se la bancó! ¡No se la bancó!”) a guarecerse en algún rincón para blandos.

Loquitos

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Lo que no se espera de él es cartesianismo de alguna especie: que se ponga a alegar razones, a hilar una fundamentación. Será fuera de lugar, quedará desubicado. Mucho menos que eche mano a la razón comunicativa de Habermas: que quiera entrar a conversar, que quiera entrar a discutir. No es de eso de lo que se trata. Esos vicios de la política han quedado descartados. La política no será en esto más que un sustrato distante, hará las veces de causa; las consecuencias, sin embargo, van a jugarse en otro plano: en el plano de las descargas personales. Se ha vuelto personal el encono, en la rabia del que encara y vitupera; y se ha vuelto personal contra aquel a quien se apunta: se lo aborrece y listo. Ya no tiene otro carácter que ese: objeto del descerrajarse de la rabia del que lo aborda.

Pero hay algo que, a decir verdad, se espera menos que nada. Podemos advertirlo ahora, justamente porque ocurrió. Hay algo que se espera menos que nada, y es que el increpado increpe. Que no se calle, que no aguante, que no alegue nada, que no explique; que devuelva, una por una, corregidas y aumentadas, con mejor entonación y pulimento, las ofensas que recibe, recogiendo los darditos y retornándolos al emisor como misiles de cabeza ojival. El gustoso de increpar se empacha así con su propia medicina, es decir, con su propio veneno. Tal vez en una próxima ocasión prefiera expresar de otra manera sus opiniones políticas, sin cargarlas ciegamente de un ataque personal.