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Loquitos

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Paralelismo. Es tan delirante y grave el intento de golpe del vikingo trumpista como el ataque a CFK. | cedoc

Entiendo que hay una hipótesis: la del plan bien tramado y orquestado, como medio con arreglo a fines. Y entiendo que hay otra hipótesis: la del grupo de desquiciados que obraron en un arrebato demente. Lo que, sin embargo, no alcanzo a entender es por qué las dos variantes se presentan como una disyuntiva inexorable, bajo la premisa implícita o explícita de que es preciso optar por una versión o por la otra. ¿Es acaso intrínsecamente imposible que exista o haya existido un complot organizado, que es lo que sostienen unos, perpetrado por un grupo de locos o de “loquitos”, que es lo que sostienen otros?

Es raro porque, en nuestro país, existió Roberto Arlt y escribió Los siete locos. Un clásico de la literatura argentina que hasta cuenta, por si hay alguien que así lo prefiera, con una adaptación al cine a cargo de Leopoldo Torre Nilsson. Ahí se ve que no es imposible que los dos factores congenien, se combinen, se potencien: hay un plan y es sistemático, y su motor es la locura. Se trama una conspiración con las formas de una racionalidad aplicada, y en su base no hay otra cosa que la fuerza de la irracionalidad. ¿Qué pasa cuando se articulan lo metódico y lo desmesurado? Un personaje como el Astrólogo se modula ni más ni menos que así.

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Yo lo pienso en los discursos, en la relación entre delirio y sentido. Me consta que hay resistencias fuertes ante la sola formulación del problema, y reacciones de virulencia airada apenas se lo plantea. No obstante, el asunto está ahí, y opera socialmente sin dudas. Hay un delirio que es liberador, que rompe con las ataduras del sentido; es la manera en que Gilles Deleuze abordó los textos de Lewis Carroll. Pero hay un modo del sinsentido que consiste en una fijación de sentido. En fijarlo, cristalizarlo, comprimirlo, detenerlo, disecarlo; en simplificarlo y reducirlo en fórmulas de las que no se sale, ejercicios de insistencia rabiosa que se potencian hasta la obsesión, la monomanía, el vaciamiento por repetición, un vértigo de punto fijo.

La magra realidad aminora ostensiblemente la potencia de una ficción como la que escribió Roberto Arlt. Porque no hay locos, sino “loquitos”; y no importa si son siete, si son menos o son más. No por eso, sin embargo, hay por qué minimizar lo que pasó, ni plegarse a los que laboriosamente se esmeran en apocarlo. Después de todo, si hay algo que ocurre a menudo es que la realidad resulta menos interesante que la literatura. Prevalece, sin embargo, casi siempre, porque de ella es más difícil prescindir.