COLUMNISTAS
disparos

Verdadero el odio

 grito, odio, enojo 20210617
grito, odio, enojo | Shutterstock

“En cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio”. Lo dice el narrador de “Hombre de la esquina rosada” (se lo hace decir Jorge Luis Borges, que lo escribió) y la formulación es admirablemente precisa. “Sin habla”: se trata de esa forma singular del odio, esa eficaz corroboración del odio, que consiste en no tolerar siquiera que el otro hable, detestarlo hasta en la voz, hasta en la manera de hablar o por el hecho mismo de que hable. Cuando se queda sin eso, sin habla, el odio se disipa. No se trata de discrepar con las cosas que el otro pueda decir o haya dicho; eso de por sí llevaría eventualmente a la refutación, a la discusión, a trabar las palabras en lucha. O podría llevar a la agresión, por qué no; pero incluso en ese caso se trataría de una hostilidad motivada por una diferencia de ideas, algo distinto de esto otro: del encono personal.

La punta del iceberg

El narrador de “Hombre de la esquina rosada” (todavía no lo sabemos, pero lo sabremos en la frase final del relato) es quien apuñaló a Francisco Real (o, en palabras de Borges, “el que lo arregló”). Más tarde lo ve agonizar, lo ve morir, lo ve ya muerto; y al verlo muerto, muerto y sin habla, le pierde el odio. Ese odio se le había vuelto ni más ni menos que eso: un asunto personal. Luchó consigo mismo para lograr que no lo fuera: “yo forcejiaba por sentir que  mí no me representaba nada el asunto”. Lo intenta, intenta desprenderse de lo que acaba de pasar, intenta convencerse de que lo ocurrido entre Rosendo Juárez y Francisco Real no es problema suyo. Pero no, no lo consigue: “Pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar”. Y es que sí: el asunto lo representa; quiera o no, lo representa; se le ha vuelto personal. Y de hecho es así como lo resuelve, como agresión de persona a persona, no ya por lo que Real pudiese pensar o decir o hacer, sino por el hecho mismo de que existiera. Lo resuelve así, solapadamente, como cosa suya, sigiloso, en secreto, no se ocupa de que en el barrio se enteren, no le importa que allí se sepa. Se enteran nomás la Lujanera, y eso porque presenció los hechos, y un interlocutor en particular, al que sí le cuenta la historia, y que se llama ni más ni menos que “Borges”.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Martín Kohan: “¿Y si hubo corrupción en la adjudicación de obra pública y también hubo lawfare?”

Ese odio, esa clase de odio: el de la animadversión personal, tan distinto de otros por cierto. Ese afán de supresión, ese deseo de inexistencia, tan diferentes de otros por cierto. El narrador de “Hombre de la esquina rosada” no tiene coartada, no la precisa, nadie lo vio, nadie sospecha (hay uno que sí, pero se queda en el molde). En cambio, en “Emma Zunz”, la coartada lo define todo, la historia entera transcurre para dar forma a una coartada: que Aarón Loewenthal abusó de ella y ella tuvo que matarlo. Lo que pasó, dirá Emma, es increíble. Pero logrará que todos le crean. Ella sí va a narrar lo que hizo, y va a narrarlo a la policía (en el otro cuento, en cambio, ante la llegada de la policía, todos precisan disimular, tanto los del barrio propio como los del barrio ajeno). Emma logra que le crean su versión falsificada, porque en ella, pese a todo, se aloja cierta verdad: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio”.

Verdadero el odio (son “falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”; pero el odio no, el odio es verdadero. La versión fílmica de Torre Nisson se llamó de hecho así: Días de odio). ¿De qué clase de odio se trata? En un capítulo de El cuerpo del delito, Josefina Ludmer ha analizado las diversas posiciones de sujeto que puede asumir Emma Zunz. Es mujer, es obrera, es judía, es hija (de su padre, al que en principio quiere vengar), es hija (de su madre, a la que en verdad termina vengando). El impulso, en cualquier caso, es personal, se le ha vuelto personal, atenuando o diluyendo otras aristas posibles; es algo tan suyo como el pudor o como un tono de voz. Emma Zunz mata a Loewenthal para así vengar una afrenta finalmente íntima. Le dispara sin llegar a decirle lo que tenía previsto decirle, porque “las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez”. O sea que lo mata, también, para que Loewenthal se calle. Para dejarlo, ya que muerto, sin habla.

Esa clase de odio. Esa y no otra.