A veces (no digo siempre, pero a veces sí), me gustaría poder creerles. De veras que me gustaría. Creerles y eventualmente plegarme, por genuina coincidencia, a sus gestos tan airados, a sus ceños fruncidos, a sus palabras vehementes de rechazo a la corrupción. Porque a mí la corrupción me consterna. Diría incluso, como se decía antes, que me subleva. No la admito ni la relativizo con alguna variante del “pero” (del tipo: “roban pero hacen”, etc.). Podría por lo tanto sumarme, por genuina coincidencia como dije, a sus gestos, a sus ceños, a sus palabras vehementes. Para eso, sin embargo, precisaría poder creerles. Creerles la indignación, sus pruritos inclaudicables, su sed de justicia, su pasión por la verdad.
Admito que no me resulta sencillo. Ocurre que a varios los he visto reincidir en el sufragio (reincidir incluso dos veces, hasta alcanzar un total de tres) por un candidato que desde la Presidencia efectuó algunas privatizaciones no muy cristalinas; y no es que las consideraran cristalinas, es que los tenía muy sin cuidado que lo fueran o no lo fueran. Tan sin cuidado, por lo pronto, como los tuvo la voladura de un arsenal en la ciudad de Río Tercero, Córdoba, con pérdida de vidas humanas, perpetrada con el sombrío propósito de ocultar una venta de armas lastimosamente ilegal. ¿No les importaba? No les importó. A otros (o a los mismos) los vi votar, años después, sin mosquearse en absoluto, a un sospechado de nocturnos contrabandos; y no porque consideraran infundadas las sospechas al respecto, sino porque les resultaba por completo indiferente que esos hechos hubieran ocurrido o no hubieran ocurrido. Con igual talante se desentenderían después de eventuales componendas con primos literales o hermanos metafóricos: no contaban entre los asuntos por los que valía la pena preocuparse.
Los he visto otras veces mofarse abiertamente (¡son muy pillos para la mofa!) o sonreír con compasión despectiva (¡son expertos en desprecio!) al saber del legislador que, dejando la banca al cumplirse su período, retomó su trabajo como vendedor de libros, o al saber de la legisladora que, dejando la banca al cumplirse su período, retomó su trabajo como enfermera (¡Jajajaja! ¡Los ilusos de la izquierda! ¡Los ingenuos de la izquierda! Qué idealistas y cándidos son. Son honestos, pero no llegan). ¿Qué es lo que se desprecia, concretamente, en estos casos, con el recurso a la displicencia socarrona, sino la ausencia evidente de esa clase de instinto que, bien llevado (es decir, mal llevado), conduce progresivamente, pero sin mayores desvíos, de la avivada a la corruptela, de la corruptela a la corrupción?
“Superioridad moral”: llegó a ser un latiguillo repetido aquí y allá, para poder impugnar sin más trámite a quienes asumen una postura clara y convencida. ¿A qué se refieren, exactamente, quienes repiten una y otra vez esa fórmula? No lo sé, no estoy seguro. Tal vez se trate solamente de un efecto de perspectiva. Un efecto de la bajeza con que miran ciertas cosas.