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No hablemos de esto

Cristina Fernández saliendo de su domicilio en Recoleta 20220902
Cristina Fernández saliendo de su domicilio en Recoleta | Ernesto Pagés

Me acordé en estos días de ese tramo tan significativo de El matadero, de Esteban Echeverría, ese en el que el narrador del cuento se propone abstenerse de reproducir las palabras que allí se vociferan, “con las cuales no quiero regalar a los lectores”. Lo hace para ahorrarles a los lectores el disgusto de verse expuestos a semejantes repugnancias, pero también, según se infiere, para ahorrárselas a sí mismo (o para ahorrárselas, por qué no, al propio texto: preservarlo, como pieza letrada, de la contaminación oprobiosa de ese mundo popular tan intenso y desbordante).

El narrador de El matadero declara entonces su intención de prescindencia, anunciando su silencio: de aquello que no quiere hablar, va a callar. ¿Pero qué ha hecho, sin embargo, más allá de tal declaración? Ha hecho lo que ya sabemos: ponerse a narrar y a describir, con notorio pormenor, todo eso que tanto lo repele; a narrar y a describir toda esa demasía de cuerpos, incluyendo algunas palabras bajas que reproduce por entero o tacha solamente en parte (con ese morbo: el de entrever) con tres puntos suspensivos.

Se ha puesto a narrar y a describir, con notorio pormenor, todo lo que tanto lo repele

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¿No ha declarado, acaso, asqueado desde el vamos, que esas escenas del matadero le inspiraban un profundo rechazo, ya que reunían “todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata”? Sí. Pero es por eso mismo, por rechazo, por repugnancia, por repelencia, que no puede parar de contar, que no puede parar de decir; y son esas en definitiva las páginas más potentes de El matadero de Echeverría (como puede que lo sean, en Las puertas del cielo, de Julio Cortázar, las que un narrador igualmente asqueado dispensa a la caracterización de la milonga rea del Santa Fe Palace).

Así de evidente resulta lo que hay de fascinación, de atracción, de oscura pasión visceral, en eso que en principio consterna u horroriza, y luce como intolerable. Me acordé de El matadero porque, por estos días, di en los diarios, en la radio, en las redes, en la televisión, con propósitos de esa misma índole: no hablemos más de esto, decían; no hablemos más de ella, insistían. Y apenas lo decían, no hacían sino ponerse a hablar. A hablar y hablar y hablar y hablar.