Con su lucidez casi infalible, Michel Foucault se ocupó de estudiar ese traspaso: la manera en que la aplicación de la pena de muerte se transfirió de las plazas públicas a los intramuros insondables de la maquinaria punitiva; la manera en que dejó de ser un espectáculo (el de dar muerte) ofrecido a la vista de todos, para pasar a asumir en cambio el carácter de lo discreto, si es que no, más aún, el de lo sigiloso. Todo eso lo sentimos como parte de una modernización. De hecho, en su cuento “El otro cielo”, Julio Cortázar nos da a entender que se viaja hacia otro tiempo (porque los fabulosos pasajes del relato no son solamente de Buenos Aires a París, sino también del presente al pasado, del siglo XX al XIX), haciendo que sus personajes asistan a una ejecución pública, atraídos y consternados, fascinados y repelidos como buenos morbosos que son.
No ha de haber una escena más siniestra que esa en la que la silla eléctrica entra en corto y chamusca al reo: lo sacude sin matarlo y le saca un humito indecente. Ya sabemos dónde sucedió. Pero incluso ese oprobio mayor transcurre entre cuatro paredes. Y no se trata de cotejar y elegir entre formas de lo atroz, de armar rankings de crueldad para optar luego por un lado o por el otro, según se estila en este tiempo. Lo que, entre tantas otras cosas, nos resulta inaudito en las ejecuciones aplicadas actualmente en Irán es ese elemento regresivo que las devuelve a la plaza pública: el darse a ver de la ejecución. Pedagogía del horror que apuesta a la eficacia del miedo, a intimidar, a amedrentar.
Agregaría, si cabe, un elemento más, lateral pero significativo: que no se emplea, para matar, un instrumento específico, como han sido para el caso los cadalsos y las horcas, las guillotinas, las sillas eléctricas, los fusiles en pelotón, incluso las inyecciones letales. Recursos terribles, por cierto, pero propios y exclusivos de los ritos de la muerte. Aquí se emplea en cambio una grúa, un elemento del paisaje urbano habitual, una herramienta del quehacer humano corriente. En vez de la separación usual de la administración de la muerte y los espacios de la vida, se refuerza su integración, la impregnación de una cosa con otra. El cruce con lo cotidiano contribuye a reforzar lo ominoso.
No entiendo bien qué se pretende al decir que cierta cosa corresponde a una cultura. No después de que Walter Benjamin señaló que no hay documento de cultura (incluyendo, claro, la propia) que no sea un documento de barbarie.