La otra tarde trataba yo de pensar, aunque un tanto precipitadamente, en la posibilidad de distinguir entre la definición de identidad y el sentido de pertenencia. En la definición de identidad, como dispositivo de subjetivación, se juega siempre algún grado de fijación externa, si es que no, más aún, un impulso a la esencialización; en el caso de la identidad nacional, por ejemplo, se activan por necesidad eso que Louis Althusser denominó aparatos ideológicos del Estado.
El sentido de pertenencia, por su parte, aunque pueda conjugarse sin dudas con una definición de identidad, nos remite tanto mejor a una especie de sedimentación de experiencias, nos remite a ciertas vivencias y al recuerdo de esas vivencias, respecto de un determinado lugar. Se liga con la noción de “espacio practicado”, según la propuso Michel de Certeau; el anclaje en un cierto espacio de lo que él llama “modos de hacer”.
El sentido de pertenencia, así concebido, difícilmente pueda corresponder al plano de lo nacional, por tratarse de un radio territorial demasiado extendido; más bien responde a una ciudad (la ciudad de la que uno es, incluso si vive en otra) o tanto más responde a un barrio (el barrio del que uno es, incluso si vive en otro). Menos como una jurisdicción claramente delimitada que como un ámbito a la vez preciso e impreciso, a la manera de la “zona” que narró Juan José Saer. Un aire, un tono, una forma de entender y sobreentender, nada que pueda rotularse o legislarse.
La otra noche, al terminar uno de los recitales que ofreció en la ciudad de Rosario, Fito Páez se despidió diciendo: “Acá es distinto”. En algo así pensaba yo.