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Nada personal

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La manifestación del odio | Unsplash / Markus Spiske

Un defecto que yo le encuentro al odio es que no deja pasar a otra cosa. No deja, o lo dificulta muchísimo. Del amor parecería en principio que puede decirse lo mismo, si lo asociamos con la fijación, con la constancia, con la ilusoria sugestión de un absoluto. Recuerdo, sin embargo, y me resulta infinitamente más atinada, aquella formulación de Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso: estar con la persona amada, y pensar en otra cosa. Y recuerdo también, en otro registro, lo que solía pasarle a S., mi compañera de colegio, cuando su novio le hablaba: ella se distraía y dejaba de prestarle atención, porque estaba pensando en él. Pensaba en él, es decir, en otra cosa (él mismo era la otra cosa).

Pasar a otra cosa. Que el amor lo admita no supone intermitencia ni tampoco atenuación; al contrario, si lo admite es precisamente en razón de su propia omnipresencia, es la prueba de que lo abarca todo. Se asemeja en cierto modo al famoso dinosaurio del cuento de Monterroso: uno se duerme, se despierta y sigue ahí. El enamorado se duerme, se duerme y sueña, sueña eventualmente con otra cosa, y al despertar, el amor sigue ahí. El odiante sueña en cambio con lo que odia, o peor, se queda insomne, el odio no lo deja dormir. Como es oscuro, como envenena y es lacerante, se apodera del odiante y ni la tregua del sueño le concede (lo digo, claro, en sentido figurado; pero parece que, en ocasiones, puede llegar incluso a volverse literal).

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Se da un caso singular, que me temo que agrava las cosas. Es el caso de quien odia a otro al que en verdad no conoce, como si lo conociera. Es más dañino ese padecimiento, porque no es con otro con quien lidia, sino con sus propias maquinaciones, siempre con sus propios fantasmas. Es más frecuente en este tiempo, en el que tanto se solapan lo público y lo privado; se tiene la impresión de conocer fuertemente a alguien (saber qué piensa íntimamente, qué siente, cómo es), cuando en verdad nunca se lo ha visto o se lo ha visto muy al pasar. Puede que esto se parezca a la idealización amorosa, pero es mucho más destructiva, más difícil de hacer caer. Al que asume una animadversión ideológica o política pero no logra, por impotencia expresiva, encarar una confrontación en tales términos, el asunto se le vuelve fatalmente personal Y le brota, como brota el moho, ese odio, esa clase específica de odio.

Es lo que encuentro de insatisfactorio en aquella vieja canción de Serrat (volví a escucharla el otro día, porque Baby Etchecopar suele pasarla en su programa de radio al mediodía), la que dice: “Entre esos tipos y yo hay algo personal”. Entiendo a lo que va: lo político se expande hasta volverse personal. Entiendo, pero me pregunto: ¿y si, al volverse personal, terminara por despolitizarse? ¿Y si fuese eso lo que vacía la discusión ideológica y política y la suple con los vituperios remanidos de los energúmenos en red? Me parece que convendría orientarse, al menos en este sentido, hacia el “nada personal” de Gustavo Cerati.