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Walter Benjamin: Redención de los objetos

Consagrado como el mayor ensayista del siglo XX, la figura y el legado de Walter Benjamin siguen creciendo con los años, no sólo con nuevas lecturas y horizontes, sino con la influencia de su pensamiento en vastos campos de la experiencia intelectual. Se publica en nuestro país El Coleccionismo (Godot), la más reciente configuración del resplandor benjaminiano. Reproducimos aquí parte de la introducción de Beatriz Sarlo y adelantamos un pasaje del libro.

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Walter Benjamin. Ediciones Godot publica por estos días en nuestro país El coleccionismo, con introducción de Beatriz Sarlo, texto que reproducimos a modo de adelanto. | pablo temes

Finalmente, con el transcurso del tiempo y los avatares de la cultura occidental, Walter Benjamin ha llegado hasta el presente con un fulgor que sus colegas, los denominados “frankfurtianos”, no han logrado adquirir. El coleccionismo,  publicado por Ediciones Godot en estos días, que reedita cuatro ensayos, es la más reciente configuración del resplandor benjaminiano. No es fácil explicar cómo ha sucedido esto, de qué manera su obra y su vida han llegado a convertirse en un objeto de culto. De hecho, después de la publicación de sus escritos completos en la década de los 70, los estudios sobre Benjamin se han propagado de modo creciente. Hasta ese momento, no era más que otro miembro de la Escuela de Frankfurt, que empezó a llamarse así hacia mediados de los 60, cuando Herbert Marcuse – filósofo de la “nueva izquierda” de la época– se refiere de esa manera al Instituto de Investigación Social del que había sido investigador. Marcuse, si se quiere, provocó el renacimiento de la escuela y el de Benjamin, en especial al citarlo en las últimas líneas de El hombre unidimensional, publicado en 1964, en plena ola de la revuelta anticapitalista. 

No solo por entonces la obra benjaminiana era poco conocida y en su mayor parte inédita. En 1965 se inició la publicación de la mayoría de sus escritos póstumos, como Charles Baudelaire, un lírico en la época del alto capitalismo (1969) o las Berliner Chronik (1970), y se reeditaron los libros de Benjamin publicados en los años 20, entre ellos la tesis con la que se doctoró, El concepto de la crítica de arte en el romanticismo alemán, y el texto de habilitación para enseñar –el Habilitationsschrif– rechazado por la Universidad de Frankfurt, El origen del drama barroco alemán.  En la segunda mitad de los 60 también se reeditaron los viejos libros de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, de pronto descubiertos, y también los de Marcuse, quienes junto con Benjamin hoy conforman la plana mayor de la Escuela de Frankfurt o, también, la “primera generación” de frankfurtianos. Con todo, a pesar de la monumentalidad de la obra de Adorno, el legado benjaminiano se sigue celebrando y estudiando con fervor, desde sus textos tempranos en la revista juvenil Der Anfang hasta sus colaboraciones con seudónimos en el Die Frankfurter Zeitung.  

La atracción que ejerce Benjamin en la cultura contemporánea, y peculiarmente en la crítica literaria y cultural argentina, responde a múltiples factores y no es posible separarlo de cierto Zeitgeist, de cierto “espíritu de la época”.  Por eso quizá tiene importancia la excentricidad del pensamiento benjaminiano, ya observado –en el mal sentido– por Adorno y Horkheimer, durante un largo período refractarios al extraño marxismo y al estilo poco académico de las investigaciones de Benjamin, algunas rentadas por el Instituto y no sin vacilaciones. La impronta en ellas de la mística y la teología judía de Gershom Scholem –especialista en misticismo judío– y Ernst Bloch –filósofo marxista de tendencias místicas judías y cristianas–,  y hasta cierto punto del neokantismo de Rickert y de Historia y conciencia de clase (1923) de Lukács, no fue algo que la gerencia del Instituto recibiera con elogios. De todas maneras, tampoco Adorno y Horkheimer eran materialistas ortodoxos. En 1955 Adorno y Scholem publicaron la primera selección de escritos de Benjamin.  

En cualquier caso, este marxismo iconoclasta impregnado de mística judía ha sido uno de los factores del éxito póstumo del proyecto benjaminiano, sobre todo favorecido por la crisis (por decir lo menos) de las izquierdas tradicionales, definitivamente acelerada luego del derrumbe del comunismo soviético. Han sobrevivido el trotskismo, algunas variantes socialdemócratas y gramscianas, y el marxismo académico, para el cual el materialismo histórico es poco más que un método de análisis. En comparación con estos marxismos apegados a los dogmas de la dialéctica –tal vez con excepción de algunos gramscianos–, la excentricidad marxista de Benjamin ofrece un horizonte de comprensión más amplio, aunque también más complejo (un inconveniente para los pragmáticos), de las raíces del capitalismo y del sistema de sus objetos, de los fenómenos estéticos que produce, de los discursos y mitos que hace circular, de la burbuja de realidad y ensoñación, de cultura y barbarie, que lo envuelve. 

Por otra parte, entre los factores que han contribuido a la consagración tardía de Benjamin, y los benjaminianos lo saben bien, resalta el carácter fragmentario de muchos de los textos que componen su obra, lo que permite la instalación de una máquina hermenéutica prácticamente infinita. En el prólogo de El coleccionismo, Beatriz Sarlo lo dice a su modo: “Fue el escritor de magníficas obras incompletas, ensayos muy pequeños, o libros que no llegaron a terminarse, como el famoso Libro de los pasajes”. Es cierto, no hay mejor ejemplo que el Das Passagen-Werk, publicado en 1983 –en rigor, una masa de citas, recortes y brevísimos escritos–, del estado de fragmentariedad en que se encuentra el grueso de la obra benjaminiana. Pero precisamente esta incompletitud es lo que ha dado lugar a la abundante bibliografía de comentarios, glosas, interpretaciones, reconstrucciones y desarrollos de los arcanos apenas sugeridos por Benjamin. De cierta manera, esa insuficiencia derivada de la oscuridad de los mismos problemas que afronta ha sido su virtud: no decirlo todo, sí decir todo es posible. 

Además, hay que incluir entre los factores del auge benjaminiano la extrema sensibilidad ante los dilemas de la modernidad, aún en curso. Aquí el mejor ejemplo lo constituyen (si bien hay otros) las páginas dedicadas al concepto de soberanía política en el tratado acerca del origen del Trauerspiel alemán, es decir, el escrito rechazado por los juiciosos profesores de la Universidad de Frankfurt. Allí Benjamin plantea que la concepción barroca de soberanía surge a partir de una discusión sobre el estado de excepción –estado de sitio, ley marcial, toque de queda, etc.– y corresponde a la función principal del monarca evitarlo. Como tal la cuestión es retomada más adelante por Benjamin e involucra directamente a la tremenda Teología política (1922) de Carl Schmitt, citada en el libro sobre el Trauerspiel, donde el futuro jurista del régimen nazi (en la década de los 20 Schmitt apoyaba a la República de Weimar) define al soberano en tanto que decide el estado de excepción. Dicho de otra manera, como aquel que legalmente puede suspender, en parte o in toto, la legalidad. 

Esta categoría de estado de excepción, implantada varias veces en los caóticos años de la República de Weimar y por todos los Estados modernos, ha sido tratada y problematizada por Benjamin –eso sí, fragmentariamente– en distintos momentos, y recuperada por Giorgio Agamben en 1998, junto con la tesis de Schmitt, no en vano expuesta en clave teológico-política. De la misma manera, la relación y el debate entre Benjamin y Schmitt, como la de este con el jurista kantiano Hans Kelsen, han generado innumerables interpretaciones, ponencias, tesinas, artículos y papers (de derecha y de izquierda) que están muy lejos de llegar a su fin. La discusión sobre el estado de excepción supone uno de los esenciales aportes del pensamiento benjaminiano a la filosofía política y del derecho contemporáneas y demuestra, entre otras cosas, su actualidad. 

La selección de textos que componen El coleccionismo, en ese sentido, presenta una muestra de la gran contribución de Benjamin a la crítica cultural. El más famoso de estos ensayos, en una nueva traducción, es Eduard Fuchs, coleccionista e historiador. Fuchs, en realidad, era un escritor marxista, activista político y editor del periódico socialista Vorwärts, de quien Benjamin se hizo amigo durante su exilio en París. La Colección Fuchs –confiscada por los nazis– poseía miles de obras de arte, muebles, objetos de Asia oriental, carteles y caricaturas. Como los otros escritos que componen la edición de Godot, forma parte de la tarea  benjaminiana de “redención de los objetos”, tanto de esas “chucherías protoauténticas” (cosas sin importancia, baratijas, aunque no aparentes), al decir de Adorno, como de las más variadas cosas susceptibles de coleccionarse (libros, muñecas, caracoles), es decir, liberadas de su utilidad como mercancías y ascendidas a alegorías en un círculo mágico. Claro está, una apología del coleccionista en el que Benjamin se refleja a sí mismo en contraste con la cosificación de la era industrial.

 

La persistencia en lo incompleto

Beatriz Sarlo

Mi conversación con ustedes hoy tiene que ver con las formas distintas de reunir objetos. Walter Benjamin estuvo intensamente relacionado con dos tipos de reunión de objetos: la colección y la biblioteca. Sobre Proust, Benjamin dijo que La recherche construye la sociedad como red o como trama de chismes. No vamos a discutir esta afirmación de Benjamin, que retomó Adorno y después muchos críticos de la obra de Proust. Vamos a examinar cuáles son las características de una trama de chismes.

Una trama de chismes, en el fondo, tiene la misma característica y cualidad que una colección: es un conjunto disgregado de discursos, de comunicaciones, que solo puede tomar sentido si alguien comienza a organizarlos. Y ese conjunto disgregado siempre, al coleccionista o al chismoso, les parece que no está terminado.

Es típico de una colección, como del deseo del chismoso, que siempre haya un chisme más. Si alguien dice: “Mi vecina hizo esto con su novio”, ustedes y yo vamos a querer saber cómo siguió ese chusmerío. Hay siempre un objeto más en una trama de chismes, así como en una colección siempre hay un objeto más. 

Por definición, se podría decir que una colección muere cuando se termina, porque se agota su vitalidad y el deseo con el cual el coleccionista la ha abordado. Los coleccionistas son por definición aquellos que siempre tienen un deseo incumplido, como uno podría decir que los chismosos somos aquellos que siempre estamos esperando el próximo objeto de nuestro chisme. No escribimos La búsqueda del tiempo perdido, pero somos como Proust, inagotables.

Esto nos evoca a Benjamin, que nunca terminó su gran obra. Fue el escritor de magníficas obras incompletas, ensayos muy pequeños, o libros que no llegaron a terminarse, como el famoso Libro de los pasajes (que tiene en portugués una excelente traducción y edición hecha por la Universidad de Minas Gerais y publicada hace diez años. También hay una traducción en español, pero yo trabajo habitualmente cotejando siempre la traducción en portugués). Benjamin nunca terminó ese famoso libro y su vida de ensayista fue por definición la persistencia en lo incompleto. No tuvo al libro completado como objeto final. No conocemos lo que habría podido ser El libro de los pasajes; lo imaginamos como lo que es, una colección de citas que siempre nos hace añorar la cita que no está, la observación que Benjamin no hizo.

Extracto de El coleccionismo, Ediciones Godot, 2022
 

 

Desembalo mi biblioteca

Un discurso sobre el coleccionismo (1931)

Estoy desembalando mi biblioteca. Así es. No está colocada aún en la estantería, no está cubierta aún por el tedio silencioso del orden. Tampoco puedo ir paseándome por sus estantes y pasar revista a cada libro mientras estoy en compañía de un grato auditorio. No teman, pues nada de eso los espera. Les tengo que pedir que se trasladen conmigo mentalmente al desorden de cajas entreabiertas, a las partículas de madera flotando en el aire, al piso cubierto de trozos de papel, a las pilas de volúmenes, que vuelven a ver la luz del día luego de dos años de oscuridad, con el fin de compartir desde un comienzo algo de la sensación –para nada elegíaca, sino más bien expectante– que despiertan los libros en un verdadero coleccionista. Pues es uno de ellos quien les habla y, a grandes rasgos, solo lo hace de sí mismo. ¿No sería un tanto pedante de mi parte detallarles las obras o secciones principales de una biblioteca, o la historia de su origen, o incluso su utilidad para el escritor, aduciendo una supuesta objetividad y ecuanimidad? Como sea, con las siguientes palabras pretendo llegar a algo más evidente, más palpable… me interesa darles un pantallazo sobre la relación entre un coleccionista y sus objetos, permitirles husmear en la actividad de coleccionar antes que en una colección. Resulta totalmente arbitrario el hecho de que lo haga valiéndome de una observación sobre las diferentes formas de adquirir libros. Esta disposición o cualquier otra es tan solo un dique de contención para la marea viva de recuerdos que arremete contra cualquier coleccionista que se ocupe de lo suyo. Porque cualquier pasión linda con el caos, pero la de coleccionar lo hace con el caos de los recuerdos. Es más: el azar, el destino, que colorean lo sucedido frente a mis ojos, se vuelven al mismo tiempo ilustrativos en el caos habitual de estos libros. Pues ¿qué es esta forma de propiedad sino un desorden en el que el hábito y se asentó tanto que hasta aparenta ser orden? Ya han escuchado de personas que enfermaron por haber perdido sus libros, de otras que se convirtieron en delincuentes por haberlos adquirido. Justamente en estos ámbitos, cualquier tipo de orden no es más que un estado provisorio flotando sobre el abismo. “Lo único que se sabe con exactitud es el año de publicación y el formato de los libros”, dijo Anatole France. En efecto, si hay una contraparte a la falta de sistematicidad de una biblioteca es la sistematicidad que rige su catálogo.

De esa manera, la existencia del coleccionista está en tensión dialéctica entre el polo del desorden y el del orden.

Claro que también está ligada a muchas cosas más. A un vínculo muy misterioso con la propiedad, sobre lo que luego se dirán algunas palabras. También está ligada a un vínculo con las cosas que no pone en primer plano su funcionalidad, es decir, su provecho, su utilidad, sino que las coloca en el centro de la escena, en el teatro de su destino, para estudiarlas y adorarlas. Ese es el hechizo más profundo del coleccionista: encerrar algo único dentro de un círculo mágico, en el que queda fijado mientras lo recorre el último escalofrío, el escalofrío de ser adquirido. Todo lo recordado, lo pensado, lo consciente se convierte en pedestal, en marco, en podio, en candado de su patrimonio. Época, región, oficio, antiguos propietarios: todo eso confluye en cada una de sus propiedades conformando una enciclopedia mágica, cuya esencia para el verdadero coleccionista es el destino del objeto. Entonces aquí, en este estrecho campo, se puede conjeturar que los grandes fisonomistas –y los coleccionistas son los fisonomistas del mundo de las cosas– se convierten en adivinos. Basta con observar a un coleccionista manipulando los objetos de su vitrina. En cuanto los sostiene en sus manos, parece surgir una especie de inspiración en él, parece ver más allá de ellos, divisar su lejanía. Hasta aquí, el costado mágico del coleccionista, su figura de anciano. Habent sua fata libelli es una frase que quizá se pensó de manera general para hablar de libros. Los libros, es decir, La divina comedia o la Ética de Spinoza o El origen de las especies tienen sus destinos. Pero el coleccionista interpreta esta frase latina de forma diferente. Para él, no son tanto los libros los que tienen sus destinos, sino los ejemplares. Y, según el coleccionista, el destino más importante de todo ejemplar es toparse con él mismo, con su propia colección. No exagero: para un verdadero coleccionista, adquirir un libro viejo es hacerlo renacer. Y justamente ahí reside lo infantil, que en un coleccionista está atravesado por lo anciano. Porque los niños disponen de la renovación de la existencia como si fuera una destreza de múltiples facetas que nunca les falta. Para los niños, la actividad de coleccionar es tan solo un procedimiento de renovación; otro es pintar los objetos; otro es recortarlos; otro despegar cosas y toda la escala de formas de apropiación infantil que va desde tocar hasta nombrar. Renovar el viejo mundo: esa es la pulsión más arraigada en el deseo del coleccionista, adquirir algo nuevo; y por eso, el coleccionista de libros antiguos se encuentra más cerca de la causa originaria de la actividad de coleccionar que el interesado en las reimpresiones bibliófilas. Ahora, brevemente, unas palabras sobre la historia de la adquisición de libros, acerca de cómo llegan a cruzar el umbral de una colección, de cómo se convierten en propiedad de un coleccionista.

Extracto de El coleccionismo, Ediciones Godot, 2022