COLUMNISTAS
EL PODER REAL Y EL KARMA DE LOS DT

Un golpismo de morondanga

En un país tan entretenido como la Argentina, donde nadie está a salvo, el poder real tiene, al menos, un par de detalles a favor: cierta tradición nativa en impunidades varias y un ejército de fusibles humanos listos para saltar en caso de peligro.

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“Para la Reina no había más que una manera de solucionar cualquier dificultad, grande o pequeña: ‘¡Que le corten la cabeza!’, ordenó, sin siquiera darse vuelta para ver de qué se trataba.”

Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll (1832-1895).


Hace unos años, reporteada por la sofisticada revista norteamericana Vanity Fair, Amalia Fortabat sonrió al escuchar la pregunta: ¿Piensa dedicarse a la política en el futuro? “No, por favor...”, dijo la entonces poderosa Reina del Cemento, algo perpleja por verse obligada a explicar lo obvio. “Sucede que yo soy... –agregó, dispuesta a terminar rápidamente con el tema–, partidaria del poder real, ¿comprende?”. Clarísimo señora.

En un país tan entretenido como la Argentina, donde nadie está a salvo, el poder real tiene, al menos, un par de detalles a favor: cierta tradición nativa en impunidades varias y un ejército de fusibles humanos listos para saltar en caso de peligro. Salvo excepciones de diván, estos muchachos no suelen arriesgar dinero ni pergaminos participando en elecciones; ese abuso de la estadística, como ironizaba Borges para provocar a suecos literales y gente sin swing. Tienen la vaca atada; como aquellos aristócratas de la pampa que tomaban su leche recién ordeñada en la cubierta del barco, rumbo a Londres o París.

En política, los fusibles de un gobierno siempre han sido sus ministros, o al menos eso pasaba acá hasta no hace mucho, cuando esa gente existía. En el fútbol, obvio, el fusible es el técnico. La historia es la misma. Cobran fortunas, antes de ser usados y arrojados a los leones para satisfacción de todos. Después, intentarán reciclarse. ¿Cómo? Aprovechando que la memoria, la paciencia y el respeto por los proyectos, no figuran entre nuestras virtudes más destacadas. Nos encanta idealizar, exigirlo todo y si el resultado no es el esperado, ejercer de inmediato nuestro poder de veto. Chau. Pulgar hacia abajo sólo para entregarnos a otro placer infinito; concederles una segunda oportunidad, impulsados por esa falsa piedad perdonavidas que tan buena prensa nos ha dado.

El caso de Simeone es raro. Tres meses después de ser campeón renunció, víctima de ese inmanejable golpismo de morondanga que nos explota en las tripas frente a cada frustración. Una suerte de excitación psicomotriz que exige sangre propia o ajena para pagar la vergüenza de la derrota y que sólo desaparece cuando quedan repartidas las culpas. Flagelarse, golpearse el pecho, convertirse en víctima; todo ese sufrimiento exhibido sin pudor ha logrado redimir al infiel Simeone. Aleluya.

Ahora que es el turno de los perdedores en la cancha, todos exigen fusilar un jugador al amanecer. Pero, oh paradoja, aquellos que los contrataron en divisa fuerte –a ellos y a otros que ya son negocio pasado– continúan en sus puestos y seguirán estando, como tanto pescadito gordo. Los dueños del circo nunca suben al trapecio, chicos.

La insistencia de Aguilar para que Simeone renovara su contrato sonaba más a necesidad que a convicción. La verdad es que ya no sabe qué nuevo bombero podrá apagar semejante incendio, salvo un nuevo milagro con Ortega, la eterna Evita de River. La desorientación es tan grande, como el desfile de candidatos. El sillón será, entonces, para un valiente, un audaz, o un ambicioso dispuesto a todo. ¿No les suena, compatriotas?

Por ahí anda Maradona, encorsetado en un bajo perfil que debe quemarlo por dentro. Duda, pide a uno, descarta a otro. Negocia a cara de perro con Grondona, habla con Bilardo, acumula presión y desconcierto; avanza a tientas sin la pelota. Un mundo de iguales le suena disparatado y en Inglaterra los millonarios jugadores del Manchester United y el Liverpool se mataban por sacarse una foto con él. Está en la mira del mundo y ya no habrá amistosos para su equipo. Con su Armada Brancaleone de feos, ruggeris y malos a medio formar, irá hasta el hueso en cada asunto, más allá de cualquier límite. Es su forma. Será blanco o negro, luz o sombra; Dios o un ángel caído, odiado por unos y adorado por quienes renuevan cada día su dogma de fe: sólo otra absurda conspiración universal será capaz de detenerlo.

Maradona hará lo que quiera, pero nadie se escandalizará si Ischia, aún campeón, se va de Boca. Lo mismo ha pasado con Russo, otro profesional efectivo, pero demasiado opaco en un mundo de pura brillantina. Santoro es un prócer sin ejército, y a Llop sólo podrá salvarlo la salvación, si me permiten la frase circular.

Son tiempos de Cagna, infalible líder de entusiastas sin historia; de Astrada y el veronismo; de Tolo Gallego, absuelto a la distancia de sus planteos amarretes; de Pumpido o Bauza, dos exiliados que ganaron América gracias a su gen argentinísimo y la ciega obediencia de humildes futbolistas nacidos en países alejados de la mano de Dios.

Ellos importan, deben mostrarse; por eso la FIFA impuso ese corralito donde los técnicos pierden la calma e intentan manejar a sus jugadores como en una PlayStation. La apasionada multitud necesita una cabeza, para adorar o para guillotinar si todo va mal, y la dulce ficción del fútbol les regala un culpable, tierno y jugoso, servido en bandeja.

Entonces sí, ingenuos, fugaces pero tan intensos, imaginan que su voluntad también es poder real y que tanta furia terminará con las injusticias. Vendrá otro y gracias a ellos, su gloriosa divisa se alejará de todo mal. Nada más se interpondrá en el dulce camino hacia la victoria; directo a lo más alto, allí, donde los buenos deberían quedarse para siempre.