He tenido la ilusión de poder escribir este artículo sin llorar. Ahora que han pasado varios días y sé que eso no es posible, lo escribiré sin olvidar que detestabas los homenajes, querido amigo. Sé, también, que me vas a perdonar.
Mi amigo se llamaba Carlos Maggi, falleció a los 92 años, le decían “el Pibe” y fue uno de los intelectuales más gloriosos en la historia de Uruguay. Digo “gloriosos” no porque a lo largo de su romántica y admirable vida Carlos haya sido inverosímilmente versátil –que lo fue–, sino porque insufló a todas sus empresas una cuota de humanismo que hizo que su tierra lo velara con honores fúnebres y profunda tristeza.
Tristeza que sirve para constatar que no habrá ninguno igual tanto intelectualmente como humanamente, porque, hablara de la vigencia de su amigo Felisberto Hernández, de la tradición humanitaria que obligaba al país a refugiar a los ex presos de Guantánamo, de la abulia que carcomía la mentalidad nacional o de la necesidad de aniquilar por vía judicial a la industria del tabaco, lo hacía con una elegancia, una calidez y un sentido de la misericordia que no parecían de este mundo.
Y pese a que, siguiendo a Zelmar Michelini, fue uno de los fundadores del Frente Amplio, y a que durante casi toda su vida estuvo identificado con el Partido Colorado, su capacidad crítica, su coraje y su independencia no mermaron, y no cayó jamás en la adulación.
Onetti le había enseñado que los escritores que hacen novelas para la causa son “bobos alegres” que no honran el sagrado oficio de la escritura. Y Carlos, que hablando de política sólo se enojaba cuando alguien criticaba a Batlle y Ordóñez, honraba ese oficio con la pureza que Onetti le había enseñado a mantener.
Para explicar de dónde nacieron el desencanto y la amargura de su tiempo, me junté con Maggi en mi departamento antes de que se fuera, pletórico como estaba, a disfrutar junto a su pequeña y cariñosa familia el éxito de su hijo Marco, que acababa de representar a Uruguay en la Bienal de Venecia.
Me dijo entonces que “la generación del ’45 es una generación que viene de la posguerra y que, por lo tanto, vio el mundo hecho mierda”. Y remató: “De eso no se puede salir ni optimista ni encantado de la vida”.
Ese hombre que con el retorno de la democracia se había juntado con un militar y con un tupamaro en Infancia Patrimonio Nacional, un conmovedor movimiento que, como él mismo escribió en el diario El País, “distribuyó un millón de bandejas en escuelas públicas que no tenían cocina” y “fue un modo de cicatrizar las heridas” porque “antepuso el valor de los niños al rencor de sus mayores”, ese hombre que había escrito las obras de teatro más hondas y geniales desde Florencio Sánchez y que además había dirigido el canal estatal de televisión y había redactado la carta orgánica del Banco Central, me explicó que es más fácil querer ser amigo de Cervantes que de Borges.
Y, sin decirlo explícitamente, me enseñó que es mucho más importante el corazón que la mente, cuando contestó así qué significaban Juan Carlos Onetti y Manuel Flores Mora, su hermano del alma: “Eso se parece mucho a recordarse a sí mismo. Mi percepción del cariño y del trato que tuve con mi gente más cercana implica que yo estuviera presente conmigo ahí, es decir que es un tiempo conmigo adentro y con ellos también. Y la verdad es que ese tiempo también es mi recuerdo. Y es indestructible”.
Cerca de mí, pero también de todos los uruguayos que, a pesar de no contar con el tesoro de su amistad, conocieron su nobleza, estará hasta el fin de los días este hombre tierno que no necesita que recemos por su alma, porque su alma nos cuida desde el cielo desde el momento mismo en que, sonriendo, Carlos Maggi cayó al piso para, menos de 40 segundos después, empezar a reencarnar.
—¡Y dicen que tuviste un infarto, Charly! ¿Lo podés creer?
—Sí, queridito, lo puedo creer.
*Periodista cultural.