La clase media es un juguete ideológico para sociólogos. En ella pueden volcar todos los lugares comunes del sentimiento crítico. Odiar a la clase media es un placer que se da la clase media. La supuesta lucidez de la ciencia social no impide que su portador participe de los valores de la clase denostada. ¿Cuáles son los valores típicos de la clase media? Oficio o profesión estable, vivienda propia, educación superior y, claro, servicio de salud garantizado. Lo que esta clase pretende es entonces lo que quiere todo el mundo, en especial la clase obrera y los sociólogos.
Se acusa a la clase media de mezquindad. Sin duda, los valores mencionados derivan de una necesidad de seguridad individual y pueden hacer creer que a un miembro de esta clase poco le importan sus prójimos, en especial los que sufren.
Pero no hay que apresurarse con estas afirmaciones, ya que la clase media ha sabido congregarse y compartir con fervor valores colectivos. La historia del nazismo y de los fascismos en sus variantes rojas y negras son una prueba histórica de este hecho. Además, la filantropía es un fenómeno masivo de la clase media; basta ver el desarrollo del llamado “tercer sector”.
Se dice que la clase media desprecia a quienes estima inferiores como a los obreros, a los criollos, al cabecita negra, al piquetero. Es cierto, en la cultura burguesa europea del pasado lo “ordinario” era lo degradado y, por lo general, estaba representado por el campesinado. Sin embargo, este racismo es transversal y adscribible a todas las clases sociales. No porque forme parte de la naturaleza humana sino porque es frecuente que exista en las organizaciones un chivo emisario que purgue al conjunto. Un obrero bonaerense desprecia a un santiagueño y un zafrero tucumano a otro boliviano, y un mulato a un negro, un afroamericano a un nigeriano, un mestizo a un aborigen y un judío alemán a un judío polaco y éste a otro siriolibanés. Creer que la clase media monopoliza el desprecio social es ignorar el funcionamiento de las sociedades y el hecho de que los pobres empleados –símbolo de la clase media– han sido humillados hasta el servilismo por las estructuras de poder.
Viene bien hablar mal de la clase media y justificarlo con la afirmación de que estuvo del lado de la Libertadora y del Proceso, siempre contra el pueblo y vestida de gorila. También se debe reconocer que las formaciones guerrilleras surgieron del mismo estamento, así como la oficialidad represora. Hoy, este odio se ha rejuvenecido con la aparición de los rubios y su casillero contrastado por los negros.
Pero en verdad, la clase media no existe más. Por una razón sencilla calculada en pesos. El piso para pertenecer a la clase media es de unos seis mil pesos mensuales para una familia nuclear con dos hijos. No hablamos de una clase media del primer mundo para la que el auto, una playa por quince días y los enseres electrónicos son parte de la canasta básica, sino la de una del tercer mundo que de la suma indicada gasta el 35% en un crédito para la vivienda o alquiler más servicios, otro 30% en alimentos y el resto en educación y pocos esparcimientos. Este piso mínimo en realidad insuficiente exige un ingreso que tienen pocos argentinos.
Si hablamos de las nuevas generaciones, los que tienen unos veinte años o algo más, el futuro no les es más promisorio. Conseguir un trabajo con un sueldo de unos cuatro mil pesos es sumamente complicado y casi un milagro de mercado y un salario común apenas supera el costo de un alquiler. Si agregamos que hoy la condición laboral es casi por definición precaria, que su transitoriedad es regla y que la flexibilidad con la correspondiente tercerización es un fenómeno general, el deseo de estabilidad laboral e identidad profesional tiene pocas probalidades de llevarse a cabo. Por lo que el deseo tradicional de progreso económico y movilidad social está frustrado. Los miembros jóvenes de las capas medias que viven más o menos bien lo hacen gracias al patrimonio acumulado por generaciones anteriores.
Hay quienes desprecian a la clase media porque es poco artística. Este tipo de pedantería corre más por cuenta de aficionados a las letras y las artes que de los cientistas sociales. Elogian lo que llaman la cultura popular, sus raíces carnavalescas y callejeras y atacan sin merced a la cultura de masas representadas por la televisión cuyo apodo reciente se llama “tinellización” que, por supuesto, tiene cautivo a su público predilecto que nuevamente es la pobre clase media sentada en el living de su casa.
Hubo muchos intentos de imaginar una sociedad de clase media. La utopía liberal era la de una clase media conformada por pequeños propietarios. Las ideas que van desde la filosofía de Locke a las teorías de Adam Smith y el contrato social de Rousseau fueron pensadas para una sociedad de clase media con una distribución equitativa de bienes. Cuando el mundo corporativo del gran capitalismo mostró que esta sociedad de almaceneros no era posible, se pensó que las sociedades anónimas eran el sustituto actualizado para concretar el mismo sueño. Una colectividad de accionistas que por medio de papeles de riesgo administran sus ahorros.
Es posible que la última crisis financiera ponga en cuestión este modelo, aunque no se ve en el horizonte uno nuevo. El sueño del empleado público que también es un derivado de la clase media tiene sus problemas. La estabilidad de por vida, las compensaciones gremiales que equilibran sueldos mediocres y el poder corporativo duran lo que dura el superávit hasta una próxima hiperinflación o licuación de salarios, como sucedió en nuestro país en 1975, 1980, 1989 y en 2001.
Conformista, racista, mediocre por definición, trepadora, mezquina, esclava de la plata dulce, sólo rebelde ante corralitos y cacerolera ante cortes de calles, rubia con sentimiento de inseguridad, la clase media no se fue al paraíso y no sale del infierno sin siquiera llegar al purgatorio. En realidad, este odio que no es de clase, ya que no proviene ni del proletariado ni de los excluidos sino de las capas medias, es parte de lo que con talento el profesor Harold Bloom ha llamado “cultura del resentimiento”. ¿En qué consiste? En buscar la miseria detrás de la grandeza. Violencia de género, racismo, imperialismo son parte de todas la bajezas que un espíritu supuestamente emancipado y libertario puede descubrir para solaz de sus colegas. El espíritu de sospecha es ávido y vampiresco. No le alcanza la carne del presente. Un Aristóteles esclavista, Sarmiento genocida, Conrad colonialista, Marx antisemita, Salgari machista, la lista de la historia universal puede ser interminable pero se reduce a una única incapacidad: la de admirar. El que padece este afán de revancha no puede admirar. No se trata meramente de envidia, sino de la necesidad de empequeñecerlo todo para que no quede nada superior, hacer de todo un lodo porque así es posible destacarse en el chapoteo universal y el que más patalea en el barro de la historia sobrevive. La clase media es un trofeo algo deshecho de esta cruzada.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).