Entre 1937 y 1941, Louis-Ferdinand Céline publica los tres panfletos antisemitas –Bagatela para una masacre, La escuela de cadáveres y Les beaux draps– por los que casi termina condenado a muerte tras la liberación de Francia. Aunque los libros tienen una vida fantasma en la Web, de donde aparecen y desaparecen, y hasta un misterioso editor paraguayo, es muy difícil acceder a ellos. La radicalidad de esas obras es tal que llevaron a Hannah Arendt a escribir que en el país del caso Dreyfuss –donde el odio hacia los judíos no era precisamente desconocido– Céline era el único antisemita verdadero, el único que anticipaba y comprendía en todo su alcance el plan de exterminio nazi. “Céline poseía una tesis sencilla e ingeniosa. (...) Evitaba todas las diferencias restrictivas entre judíos nativos y extranjeros, entre judíos buenos y malos, sino que iba derecho al fondo de la cuestión y pedía la matanza de todos los judíos.”
Otra mujer es la responsable de la censura que pesa sobre los textos de Céline. Es Lucette Destouches, viuda del escritor, de quien acaba de aparecer en castellano un libro de memorias llamado Céline secreto. Allí dice: “He prohibido su reedición y, una y otra vez, he iniciado procesos contra todos los que, por razones más o menos confesables, los han hecho aparecer de forma clandestina, tanto en Francia como en el extranjero”. Sus razones son escuetas: “Para algunos pueden conservar un poder maléfico que yo, a toda costa, he tratado de anular”. El libro de Lucette, la bailarina y coreógrafa que acompañó a Céline en la cárcel, el exilio y la penuria, es más bien decepcionante, en parte porque uno de los secretos de Céline es que no hablaba con su mujer de literatura. “Debo decir también que, de alguna manera, Louis estaba loco”, sentencia Lucette Destouches y el caso queda cerrado: Céline fue un genio prisionero de la paranoia y la enfermedad.
Acaba de aparecer también la traducción de Semmelweis, la tesis de Doctorado en Medicina de Céline, título que obtuvo en 1924, ocho años antes de publicar Viaje al fin de la noche. Trata justamente de un genio loco, el húngaro Philippe-Ignace Semmelweis, quien descubrió a principios del siglo XIX, cuarenta años antes de que sus teorías fueran aceptadas, que las parturientas morían de fiebre puerperal porque los médicos no se lavaban las manos antes de tocarlas. La historia del personaje es tremebunda ya que, a pesar de la evidencia empírica, las autoridades científicas de la época se burlaron de él, por lo que terminó repudiado por la sociedad, recluido en un manicomio y suicidándose con un bisturí infectado. La tragedia del doctor Semmelweis se solía enseñar en el CBC en una versión expurgada, mucho menos interesante que la versión de Céline. Y eso que Semmelweis es un libro extraordinario, y no sólo por ser una tesis en medicina que se parece muy poco a los papers actuales.
Céline se jactaba de haber introducido cierta música en la lengua francesa y, en parte por eso, tiene fama de ser un escritor intraducible. Tal vez Ramon Vilà Vernis sea un superdotado, pero la versión castellana de Semmelweis es de una elocuencia increíble y el estilo maduro del escritor está a la vista. El retrato que hace Céline de un hombre poseído, torpe para la vida social y cuyo descubrimiento “excedió las fuerzas de su genio” anticipa su propia vida, la de alguien que “pasa por alto las fútiles leyes de su época, de todas las épocas, fuera de las cuales la estupidez es una fuerza indomable”. Sólo la estupidez impide que podamos acceder a los textos malditos de Céline. Desde ya, no es una revelación sobre los judíos lo que nos aguarda en ellos (no hay razones en el antisemitismo), sino una huella esencial de un artista que odiaba la guerra y vio en Semmelweis un mártir de la bondad humana pero terminó sirviendo al Mal. ¿O acaso esa lectura excede las fuerzas de nuestra mediocridad?