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Un mundo feliz

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No soy paciente, más bien todo lo contrario: la espera me arroja a los brazos de lo que más temo (el “vacío de sentido”) y me sume en un humor más munchiano que beckettiano.

Inútil es el consejo sensato de que aproveche la espera para hacer otra cosa (leer, corregir tesis, escribir mensajes desesperanzados a mis contactos de Whatsapp): la espera, en mi horizonte, lo llena todo y me transforma en un átomo de tiempo paralizado. “Esperar, esperar: ¿acaso no estamos siempre esperando a la muerte?”.

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Aunque trato de no someterme al régimen de la espera, a veces no me queda más remedio que aceptarlo, por ejemplo, en la peluquería (no puedo pedir turno, por razones que nunca me quedaron claras).

En esa situación única, no me privo de hojear revistas que nunca leo (que nunca leería), porque me dejan entrever mundos desconocidos y repugnantes, como si la detención del tiempo abriera al mismo tiempo rajaduras en el espacio hacia realidades alternativas aberrantes, habitadas por seres monstruosos, donde el lenguaje es completamente otro (Yanina Screpante: “Soy una mujer conservadora”). Esperar, en ese caso, se parece para mí a un viaje vertiginoso a través de un agujero de gusano que me deposita por un rato en un universo de pesadilla y asco.

Miro la revista Hola, con sus páginas repletas de palacios, aristócratas, faranduleros ordenados todos en relación familiar (si muestran tal mujer es porque espera un hijo, si la reina abre su casa es para mostrar el ajuar de su nieta, si aparece una pintora es porque es la hija de... ¿Tinelli?). Leo palabras que me suenan como piedras lanzadas por armas enemigas destinadas a destruir la poca confianza que me tengo en situación de espera: Blaquier, José Ignacio, Jesusita Bordeu, Andrea Casiraghi y Tatiana Santo Domingo. ¿Por qué me atacan?

Paso a otra revista todavía peor, gerenciada por una alcohólica septuagenaria célebre que aparece fotografiada cada tres páginas de su revista. Pero no es ella: el cuerpo es evidentemente de otra mujer más joven y su cara está tan digitalizada que parece un dibujo japonés (pero además feo). En esta revista no importa tanto la cosa familiar, y hay muchos más avisos (todas las caras tienen el mismo efecto de careta descompuesta).

Como esta revista es más plebeya todavía que Hola (que supone un público plebeyo, pero que habla desde una distinción que me provoca calambres estomacales), cada tanto se ve una teta, aparece un chongo, se dice una huevada.

En Hola, en cambio, todo es importante, felicidad en estado puro, los fotografiados están impecables y festejan sus cumpleaños rodeados de su familia. Nadie se droga, nadie se emborracha, nadie mete cuernos, a nadie le parece vulgar que Wanda Nara pase por Ikea para amueblar su nueva casa milanesa, y nadie parece darse cuenta de que los espera la muerte.

Casi a sopapos me sacan del horror: “¿Lo de siempre? ¿Lo de siempre?”. No, digo: cortame las venas.