“En todos los gobiernos, excepto en el mío, hubo corrupción”. ¿Quién lo dijo? ¡Lo dijo Carlos Menem! Y tan campante, sí: sin mosquearse ni parpadear ni soltar, tras una pausa, una fuerte carcajada. ¿Qué se propuso, me pregunto, al decir eso que dijo? ¿El fastidio, la perplejidad, la hilaridad general? ¿O una mezcla combinada de todo eso?
No lo sé. Lo que tengo, sin embargo, por seguro, es que lo dijo sin la más mínima pretensión de persuadir o convencer a nadie; que lo dijo sin ninguna expectativa de que alguno fuera a creerle, de que alguno fuera a darle la razón; lo dijo sin presuponer que nadie fuera a conceder a esas palabras algún valor de verdad. Lo dijo, en fin, según creo, de la misma manera en que dijo, alguna vez, aquello del cohete que saldría a la estratósfera y permitiría llegar desde Argentina hasta Japón en apenas un par de horas.
La impunidad de Carlos Menem, de la que hace gala visiblemente, fue ante todo impunidad verbal. Empezó con las palabras, y después siguió con el resto. Detentó, antes que nada, ese poder: el poder de decir cualquier cosa. No me refiero a sus mentiras; ni tampoco, mucho menos, aludo a la trajinada noción de posverdad. Hubo en Menem, y hay en Menem, un gesto más ambicioso, medular, definitivo: el establecimiento de un tipo inédito de irresponsabilidad respecto de lo que se dice.
Ese era, y ese es, su recurso principal: poder decir cualquier cosa. Cualquier cosa, total no pasa nada. El contraste con Raúl Alfonsín, habermasiano hasta la médula, devoto de la argumentación y la fundamentación y la estricta racionalidad comunicativa, fue mayúsculo en aquellos años. Porque Menem solía prescindir, por el contrario, de razones y justificaciones; y su pericia para decir, inconsecuentemente, cualquier cosa, lo diferenciaba incluso de otros discursos políticos, pasibles de ser calificados de falsos y desmentidos por ser tales.
Pero Menem, en este caso, no habló de cohetes ni de estratósferas ni de que estábamos en el Primer Mundo: ahora habló de corrupción. Deslizó, así sin más, que en su gobierno no la hubo. Y al decirlo, a mi entender, puso el dedo en esta llaga: la de que hubo, claro que hubo, corrupción en su gobierno, que la hubo y a granel; que todo el mundo ciertamente lo sabía y que a medio mundo ciertamente no le importó. Que a unos cuantos la corrupción les provoca una profunda consternación moral solamente en determinadas circunstancias. Pero que en otras circunstancias, también determinadas, están perfectamente dispuestos a decir que no pasa nada, a hacer de cuenta que no pasa nada, a hacer que, en efecto, no pase nada.
Sé que algunos no pronuncian su nombre, temerosos de la mala suerte. Pero no fue la mala suerte, sino los votos, lo que lo llevó por dos veces (y casi por tres) a la Presidencia de la Nación.