Cada cultura marca los límites de su irrepresentabilidad. Así como los griegos no soportaban ver morir a los personajes trágicos en escena (todos se iban a morir afuera, en lo obsceno, como si fuera lo más normal del mundo), ¿cuántas cosas habrá que no soportamos ver hoy sin darnos cuenta?
Cada año, al comenzar un curso, pregunto a mis alumnos: ¿qué es irrepresentable? El abanico de respuestas es sorprendente. La muerte. El vacío. El tiempo. La falta de deseo. El sexo explícito. A veces tienen razón, a veces no la tienen. Pero es atroz pensar que casi todo se puede “representar”. No “hacer”, pero sí “representar”.
Los grandes festivales son buenas excusas para ver si se ha dilatado el límite de nuestra representabilidad, porque suelen ser pródigos en escándalos. Un escándalo no es una obra “mala”; casi siempre es –para el común de la gente– una obra mala hecha por un artista muy famoso.
Salgo de ver Purgatorio, de Romeo Castellucci, en el Grec, de Barcelona. Vaya despropósito económico. La escenografía (que casi no se usa, o que se usa poco, bah, es largo de explicar) debe haber costado ¿tres? millones de euros. Entre muchas cosas, hay un robot Mazinger Z de cuatro metros de alto que aparece unos escasos dos minutos y que hace muy poco, si bien sospechamos que tiene mucho que ver con el todo. ¿Cuál es la curva económica de costo/beneficio que legaliza el disparate? A mí, que las obras de este porte ni me van ni me vienen, me resulta más simpático que a mis amigos catalanes. Si la misma obra fuera de un colega argentino, tal vez estaría bramando como ellos. ¿A quién se le ocurre gastarse este dinero en una obra que –además de ser irritante– no se entiende mucho al principio y después demasiado al final? Los europeos deben tener ese dinero para gastarse, pienso. ¿Que esa plata podría haberse usado en Italia para la reconstruir L’Aquila? Puede ser. Supongo que vendría de partidas diferentes. No tengo ni idea de cómo se administra la caja berlusconiana. ¿Es esto obsceno para los italianos? Veamos: hay fuerte competencia. Hoy mismo, una amante de Berlusconi publica en la Web unas grabaciones de sus conversaciones telefónicas. En una le pregunta al presidente qué ha hecho en el día y él, con una suavidad infantiloide que eriza la piel de mis anfitriones italianos, responde: “No mucho. Inauguré una exposición. Di un discurso. Me aplaudieron mucho”. La escena –que carece de lo elemental y sobra en detalle– parece escrita por el mejor Pinter. Pero no; son las chanchas conversaciones, a partir de hoy a un clic de distancia para cada ciudadano.
Yo veo lo de Castellucci (un artista complicado), veo derroche, y –en tanto no es mi dinero– puedo ver la obra y abordar lo que pasa en ella. Seguro que hago mal. Supongo que ese teatro es producto de unos sistemas económicos muy complejos, que se permiten tirar la cosecha de naranjas italianas porque conviene que las naranjas se cosechen en Andalucía. O construir megamuseos y armar megafestivales cuando los patrimonios culturales o las salas independientes agonizan. Un megasistema, que se quiere representar a sí mismo en un megateatro. Lujo irracional, derroche, bacanal, vaticano. Un teatro que en definitiva debe ser tranquilizante para el europeo medio: ¡tan mal no estaremos si podemos permitirnos esto!
A mis sensatos amigos catalanes ahora les resulta obscena (irrepresentable) la agonía de la razón económica. El gasto inútil. La belleza sin carteras. ¿Será lo que llaman crisis? Porque hasta hace tres o cuatro años me parece que esta misma obra les habría encantado.