¡Qué tarada soy, cómo me arrepiento de mi pereza! Recordarán que cuando salió la Ley de Identidad de Género (promovida por la doctora Litarda, una activa activista que dio la vuelta al mundo gracias al artículo de la “autopercepción”) yo titubeé en el momento de cambiar mi nombre por el de una mujer de mucho predicamento (Irma Roy, habría elegido en otras épocas, pero por entonces me pareció bien pasar a llamarme Cristina Fernández Link). Mis amigos y mi familia me convencieron de que el tramiterío iba a ser abrumador y desistí de cambiar mi nombre.
Ahora, resulta que hay dos proyectos de ley para subsidiar a las personas trans de más de 40 años con un estipendio mensual de ocho mil pesos (ajustables según el precio de la nafta). ¡Ocho mil pesos! Mucho más que la jubilación y la pensión sumadas que cobra mi madre después de haber trabajado durante toda su vida y de haber cuidado a su marido hasta la muerte... La mitad de lo que yo gano como profesora regular con dedicación exclusiva de la Universidad de Buenos Aires. ¡Casi lo mismo que cobran las becarias doctorales del Conicet! Y yo, por pereza, ¡me pierdo estos pingües beneficios de la afirmative action y la discriminación positiva!
Si ahora iniciara los trámites para el cambio de nombre, todo el mundo me acusaría, con razón, de oportunista. No sé por qué me hace esto la Litarda, que en sus declaraciones habla de vidas “desterritorializadas” en un sentido completamente inadecuado a esa categoría que yo manejo prácticamente desde la cuna (hace décadas que doy cátedra sobre “desterritorializaciones”, he evaluado tesis sobre “desterritorialización”). Propongo que se universalicen los beneficios del proyecto de ley y se subsidie (o se den pensiones graciables) a todas las víctimas de la heteronormatividad, con independencia de la cuestión de género. ¡Quiero ocho mil pesos al menos como víctima probada del kirchnerismo!