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caso triaca

Un truco demasiado evidente

Buena parte del éxito de los ilusionistas y de los magos proviene de su habilidad y talento para mantenernos entretenidos en lo que hacen con una mano, hacia la que desvían nuestra atención, mientras desarrollan el truco con la otra.

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Buena parte del éxito de los ilusionistas y de los magos proviene de su habilidad y talento para mantenernos entretenidos en lo que hacen con una mano, hacia la que desvían nuestra atención, mientras desarrollan el truco con la otra. No importa que estemos advertidos, porque si son buenos en lo suyo caeremos una y otra vez en la celada. Y es muy bueno que sea así, para que podamos seguir disfrutando de sus pases. Pero la cuestión cambia cuando se pretende llevar esa técnica a la política. Es lo que ocurrió en estos días con el decreto que prohíbe a los ministros designar a parientes en cargos estatales. Ese decreto es la mano visible, y fue informado con bombos y platillos para que nos concentremos en él. Pero el truco está en la otra mano, y consiste en mantener al ministro de Trabajo, Jorge Triaca, en su cargo después de haber transgredido todos los parámetros éticos que, supuestamente, el decreto viene a fijar.                       

El nepotismo y el amiguismo brillaron desde el comienzo de la administración Cambiemos con las mismas luces que en gobiernos anteriores.

El gobierno del pragmatismo empresarial dice abjurar de la “vieja política”, pero llegado el caso no se priva de tomar los peores vicios de ella. Además de rescatar a Triaca, que aparece como la única carta disponible para negociar por arriba y por debajo de la mesa con los gordos sindicales, la maniobra ilusionista refleja también otra necesidad.

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La de recuperar los índices de imagen despilfarrados de manera torpe y serial (la soberbia nunca es gratuita) después de las elecciones de octubre.

Tras su victoria en las legislativas, el gobierno exhibió algunos de los catorce síntomas que el neurólogo británico Peter Garrard, autor de La epidemia de Hubris en el liderazgo, detecta en quienes padecen del síndrome de Hubris, que alude al mito griego sobre los humanos que llegan a creerse dioses y el castigo, o nemesis, que infaliblemente les cae desde el Olimpo, sede de los dioses verdaderos.

Entre esos síntomas se cuenta el sobredimensionamiento de la autoconfianza, al punto de perder la capacidad de duda sobre las propias acciones, y el aislamiento respecto de la realidad. Quien padece el síndrome desde el poder, explica el neurólogo, empieza a gestionar la realidad convencido de que es él quien la crea. Cuando un gobernante anuncia que con él empieza una nueva era, hay que precaverse.

Por lo demás, al confundir la realidad con las encuestas se termina gobernando con la mirada puesta en los números y no en las personas ni en los valores.

Cómo explicar, si no, que recién dos años después de gobernar aparezca este decreto. ¿No debió haber sido el primero que firmara el presidente, si de veras se iba a generar un cambio cultural desde la política?

Y, con decreto y todo, ¿cuál es el cambio cultural o la propuesta ética si se mantiene en el cargo a quien exhibió un descarado nepotismo? No terminan ahí los interrogantes. ¿Es necesario un decreto para prohibir lo que moralmente cada uno tendría que saber que no se debe?

Si bien el caso Triaca fue el más grosero (¿o el más público, debido al arrebato de su empleada?), en estos años no faltaron conflictos de intereses, Panamá Papers, amigos sospechados en puestos clave, coimas nunca aclaradas de Odebrecht, fideicomisos tuertos y otras cuestiones rápidamente silenciadas o pasadas a un freezer del que acaso se rescaten escandalosamente en tiempos y gobiernos posteriores, como suele ocurrir por estas pampas.

Es importante mirar la mano oculta del ilusionista político porque sus trucos no son divertidos ni artísticos. Intoxican moralmente a la sociedad. Y ya advierte Garrard que cuando el público (en este caso la ciudadanía) empieza a creerle al gobernante que hace el truco más que a sus propios ojos, lo único que se consigue es reforzar los síntomas y empeorar el mal.

El principio de responsabilidad reza que cada uno debe hacerse cargo de las consecuencias de sus actos.

Cuando se saltea esa norma ética esencial y básica, resulta difícil creerle a quien prometió hablar siempre con “la verdad”.


*Periodista y escritor