Sé lo que hicimos el verano pasado: Sergio Parra, un gran amigo que vive en Chile, tuvo una idea genial. Alquilar una casa en Isla Negra e invitar a amigos que viven en diferentes países para que nos juntemos ahí. Yo senté mis reales junto a mi mujer y mi hija Anita. Vinieron los tíos chinos de Perú y se sumó, a último momento, Pedro Lemebel, uno de los grandes amigos de Parra. La casa era hermosa y espaciosa. Lemebel agarró el cuarto que tenía televisor porque quería ver la transmisión del festival de Viña del Mar y así empezó el reality que, tres semanas más tarde, empataron Pedro y Parra ya que fueron los últimos en dejar la casa. Fue un verano increíble. A veces, cuando no puedo dormir, vuelvo a esa casa y a ciertos días ahí y los observo minuciosamente, como suele hacer Francis Ponge con ciertos objetos en sus poemas. Anita y Pedro se hicieron amigos. Pedro, por su enfermedad, tenía un agujero en la garganta que tapaba con un pañuelo, hablaba como Darth Vader. Lemebel podía ser insoportable y genial. Ese verano aprendimos a quererlo en familia. Bajábamos con él a la playa para tomar sol y meter los pies en el agua helada o cocinábamos sus extrañas recetas macrobióticas. A veces tomábamos vino de más y nos reíamos. Por la mañana, Anita me decía: “¿Puedo ir a ver la tele con el tío Pedro?”. Hace poco me preguntó: “¿Papá, el tío Pedro se habrá curado de la tos?”. Me quedé duro. Pero con un nudo en la garganta, le dije: “Sí Anita, el tío Pedro ya se curó para siempre”. “¿Cuánto es para siempre?”, me repreguntó. “Todo el tiempo que vos quieras”, le dije.