Dos de los viajeros en la última comitiva de Macri, propios, pero disidentes, le arruinaron el periplo por India, Vietnam y Abu Dhabi. Y el mandatario los había invitado con la pretensión de resolver afuera lo que no puede solucionar adentro, mitigando la ira de ambos con sus laderos más queridos.
Sucedió lo imprevisto: uno, Lousteau subió al avión como enemigo de Rodríguez Larreta y volvió como enemigo de Macri y, el otro, Monzó, a partir de un cortocircuito evidente, descubrió en el vuelo que sus disturbios políticos y electorales con Peña y Duran Barba eran cables pelados con el mismo presidente. Como si antes no lo hubiera querido ver. Y si la distancia es el olvido, en estos casos el bolero no funcionó, tampoco el propósito conciliador.
Sorprendió otra presencia en el viaje: dos párvulas invitadas, la hija de Macri con Juliana y la del matrimonio anterior de Awada, quienes atravesaron inadvertidas el escáner de la celosa oposición, habitualmente inflamada ante detalles objetables. No hubo críticas, sea por respeto a la infancia o a la conocida inclinación de la pareja por la armonía de religiosidad oriental. O, quizás, ese olvido se deba a la costumbre de servir al matrimonio Kirchner que, entre otros menesteres impúdicos y dieciochescos, se hacía trasladar los diarios en aviones del Estado de Buenos Aires a Santa Cruz, cuando en la provincia sureña además podían leerlos con anticipación y sin costos por medios más modernos.
Caprichos. Raro que alguien como Macri, además, arrancado del sector privado, incurriera en ese desliz con sus vástagos, ya que en general los empresarios no suelen llevar a sus hijos al trabajo, menos cuando están trabajando y, mucho menos, cuando se dedican a emprendimientos significativos o extraordinarios como el que el Gobierno le asignó a la última gira asiática. Salvo que el ingeniero, claro, considere una habitualidad la excepción que él disponía en el colegio Cardenal Newman, cuando su padre obtenía permisos especiales para llevarlo de viaje –privilegios que lo enemistaban luego con diversos compañeros, a quienes les imputó el cargo de que le hicieran bullying– sea por la capacidad seductora de Franco o la generosidad de su billetera para colaborar con los curas en proyectos educacionales o deportivos (junto al padre de Nicki Caputo, por ejemplo, fue uno de los principales aportantes para uno de esos desarrollos).
Nimiedades, para muchos, la disyuntiva moral de que los funcionarios sirven al Estado o el Estado les sirve a los que lo detentan.
Con sus dos invitados díscolos de la política, Macri imaginó cordiales diálogos. Tal vez con Lousteau, comentar la evolución chismográfica sobre el drama de su primo, el influyente diplomático Laje, cuyo hijo alcanzó fama reciente como motochorro junto a otro golfo. Laje, quien ascendió en la escala merced a Lousteau embajador en EE.UU., actuó de enlace muchas veces con Elisa Carrió –parte de su círculo áulico– para evitarle desavenencias, en especial logró zona liberada para que ella no hable de personajes que odia y rodean al ahora precandidato radical. Hasta lo bautizó simpáticamente “rulitos”, parte de la esclavitud con sus sentidos, casi una observación prepotente del machismo, como Cristina cuando eligió a Boudou vicepresidente.
Explotó el forúnculo Lousteau en pleno viaje, al desafiar al Presidente con una interna, anticipo que estaba anunciado: nadie recorre el interior si piensa presentarse solo en Capital, distrito para el cual nunca ofreció un libreto adecuado. Como distribuidor de regalías, el Gobierno pensaba conformarlo con una diputación o senaduría porteñas, justo a quien cree haber nacido para regentear varios reinos. Ya había sido un grano insolente para Macri cuando lo bendijo con la Embajada en Washington.
El nuevo episodio adquirió envergadura justo después de que un hombre de Macri perdiera contra los radicales en la interna pampeana, a la que le han otorgado dimensión y simbología nacional aunque solo votaron unas 20 mil almas (como si hubiera que darle importancia bonaerense a la interna entre Alfonsín y el vicegobernador Salvador, en Ezeiza, donde fueron a las urnas 400 personas). Y le concedió galladura a los reclamos partidarios desde que Cornejo en Mendoza y Morales en Jujuy se negaron a compartir suerte con el mandatario en octubre –como si fuera un elemento tóxico– y anticiparon elecciones en esas provincias. Una forma explosiva de diferenciarse en la coalición, que el PRO señala como traición y que los radicales explican con imaginativa justificación, tan vasto ese ejercicio que algunos piensan que es su propia naturaleza. Finalmente hay antecedentes no atendidos: hasta contribuyeron a voltear en su momento a un hombre de su partido, De la Rúa, ya que no solo Duhalde y un intendente montaraz provocaron la caída. Singularmente, todavía muchos de esos dirigentes empuñan ese genoma disolvente y hasta asombró que Ernesto Sanz, no precisamente un aliado de Lousteau & Cía, ha reclamado internas como el economista.
Unidos por el espanto. Un solo fundamento los reúne: la aversión a Peña. Ese hartazgo con el jefe de Gabinete, en la rebeldía de Monzó, determinó una colisión que al parecer tampoco se zanjó en el viaje. El titular de la Cámara de Diputados, junto a su álter ego, Nicolás Massot, decidió abrirse del Gobierno hace varios meses por no compartir la hegemonía exclusiva del PRO para los comicios y soslayar cualquier tipo de alianzas. Anunció que iba a evitar integrarse en listas legislativas y, también, abandonar sus funciones en esta etapa del Congreso.
Hasta pensó en la conveniencia de instalarse en el exterior en esta etapa del período preelectoral, creyendo que podría suplantar a Puerta en España –el embajador que más seguido frecuenta la Casa Rosada– ya que este se empapaba como pocos en participar del ordenamiento peronista, molesto porque su partido vía el ex gobernador Gioja se había alquilado para rendirse a otro partido, el cristinista de Unidad Ciudadana. Se supone que Monzó, en el viaje, reclamaba un ukase para su deserción, ipso facto, pero Macri se dispuso a convencerlo como imprescindible en su equipo invocando, además, la provisionalidad de nombrar a un embajador político por apenas seis meses de duración. Lousteau ya jugó, quizás falte el movimiento de Monzó en el regreso.