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Una decisión audaz

Hoy va a hacer una semana desde que escribí esta nota, y si el futuro cumple con lo previsto, el miércoles pasado se habrá inaugurado el duodécimo Bafici con Secuestro y muerte.

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Hoy va a hacer una semana desde que escribí esta nota, y si el futuro cumple con lo previsto, el miércoles pasado se habrá inaugurado el duodécimo Bafici con Secuestro y muerte, una película dirigida por Rafael Filippelli con guión de Beatriz Sarlo, Mariano Llinás y David Oubiña. Aunque no se mencionan nombres, fechas ni lugares, Secuestro y muerte reconstruye libremente el cautiverio y la ejecución de Pedro Eugenio Aramburu a manos de los Montoneros en 1969. No es la primera película de contenido político que abre el Bafici. En 2007 el film inaugural fue Bamako, que transcurre en una aldea africana y en el cual se enjuicia simbólicamente a los organismos financieros internacionales. Pero esta vez, no se trata de un tema simpático, porque la revisión de lo ocurrido en los sesenta y los setenta vuelve a estar en el centro del debate nacional. Por eso, la decisión de los programadores resulta de una gran audacia, ya que contradice la tradición de comenzar el festival con una película más bien anodina. Pero esta elección le hace honor a la fama de radicalidad del Bafici y es de un gran valor porque va en contra de la tendencia a que los eventos culturales se conviertan en adornos simbólicos de la gestión del Estado.

Hace unos años se vio en el Bafici una película similar a la que nos ocupa. Buenos días noche de Marco Bellocchio relata el asesinato de Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas en 1978. No sé si la película fue ocasión de controversias en Italia ni sé qué va a ocurrir con Secuestro y muerte, pero es interesante observar que la argentina tiene un mayor potencial para crear enojos que la italiana, aunque hayan transcurrido diez años más desde los hechos. Hay varias diferencias entre las dos películas y una es decisiva: si la de Bellocchio es la narración de una tragedia evitable, que dependía en última instancia de decisiones humanas, la otra –y ese es su aspecto más oscuro y aterrador– es la exposición de un dilema cuya conclusión no puede ser otra que la muerte. Los brigadistas de Bellocchio están dirigidos por fanáticos que no evalúan adecuadamente sus circunstancias políticas pero tienen un margen de maniobra, mientras que los montoneros de Filippelli no tienen alternativas y parecen determinados menos por su ideología que por su educación, o mejor dicho por su ignorancia de lo que no sea una versión escolar y maniquea de la historia (el jefe del comando cree que los americanos nunca llegaron a la Luna, que se trata de una operación de la CIA). Aramburu, el ejecutor ejecutado, tan católico como sus oponentes, funciona como un espejo de los guerrilleros y justifica las muertes que él mismo ordenó por la misma lógica revolucionaria que habrá de matarlo. En algún momento, Secuestro y muerte parece sugerir que estos jóvenes sucumbieron a la irreflexión propia de su edad y al oportunismo de Perón, que por entonces celebraba al Che Guevara. Es el único plano inconsistente de la película, no sólo porque rompe con la sobriedad de la narración y se hace subrayado y explicativo, sino porque se acerca a las convenciones más remanidas del antiperonismo.

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Aunque el mayor problema de Secuestro y muerte es otro. La película evita la solemnidad y se atreve a describir la banalidad cotidiana de los secuestradores con humor e inteligencia. Hasta se podría describir como una comedia siniestra, un poco al estilo de los hermanos Coen. Pero el contraste entre la fragilidad de los personajes y sus rituales absurdos es de una tremenda crueldad. Una crueldad que excede a la de los hechos mismos y se convierte en la crueldad de la propia película, que se distancia de sus personajes hasta volverse académica y se termina absolviendo a sí misma bajo la excusa de que el destino en manos de idiotas es inexorable.